Enfrente de las Pérez viven las
Ruten. Dos hermanas grises, Palmira y
Melita, que tienen un canario, tres cerraduras en la puerta y que, como su propio
mote advierte, son muy rutonas. Ambos clanes comparten rellano desde 1957,
circunstancia que repiten como un padrenuestro en cualquier conversación. Las familias
de las Pérez y de las Ruten mantuvieron
una sonora rivalidad a cuenta del cerramiento de un balcón. El de unas permaneció como terraza, y el de otras evolucionó a mirador. La disputa debió
ser épica porque aún se recuerda en patios y escaleras, se ha convertido en una
leyenda que los padres nos cuentan a los hijos.
Las Ruten heredaron la enemistad familiar. Pero la naturaleza
jubilosa de las Pérez ha impedido que prospere. Es decir, que desde hace tres
décadas Palmira y Melita viven enfurruñadas con unas vecinas de puerta que les
ignoran los gestos con generosas dosis de cumplidos y sonrisas. En realidad, las Ruten casi no hablan, más bien farfullan,
y discuten hasta con el canario.
Yo estaba asomada al patio porque se me están muriendo los cactus. Mira
que es difícil, pero desde hace días cada vez están más amarillentos. Desde que
aquella ráfaga se llevó mis brotes de lentejas. “Están más mustios que Paco”, dice Marichelo. María, la de don Ramón, apunta a un sabotaje con lejía.
Entonces hemos escuchado voces airadas y todas hemos corrido a asomarnos por
las ventanas del norte. Las Ruten
están increpando a las Pérez, de mirador a balcón. Abajo, en la calle, está el
portero, Paco el invisible, Dandy ladrando desde el garaje y Petrita
asomada a la ventana de enfrente preguntando “¿Qué dicen?, ¿qué dicen?”.
Palmira y Melita se turnan para lanzar maleficios que Flora, Fauna y
Primavera derriten con alegría. Al final, nos enteramos por Paco -que es
invisible pero no mudo- de la génesis del conflicto. Petrita envió –como no- media
docena de sobaos a las Pérez, recién llegadas de Madrid, que el portero colgó
por error en la vecina puerta de las Ruten.
A resultas del incidente están muy enfadadas, porque dicen que las Pérez
traen el virus de Madrid y no pueden tocar su puerta por si las infectan. Es
más, ahora mismo están reclamando a voces que no salgan ni a la terraza. “Eso
vuela, vuela… y se nos puede colar por la ventana”, reprocha airada una de
ellas. Las Pérez han intentado entregarles el botín de los sobaos por la
terraza, como muestra de buena fe. Entonces se ha acabado todo, porque las Ruten –presas de pánico al contagio-
han cerrado la ventana del mirador y hasta el visillo.
Después,
la tarde ha transcurrido con placidez. He vuelto al sur de mi cartografía vital.
Por la ventana de la cocina entra el sol hasta las cinco y media. Me siento en
una silla con los ojos cerrados. Sopla una brisa cálida que me hace evocar las cosquillas
de la arena sobre los pies desnudos.
Pienso en el felpudo de las Ruten, infectado –no sé si de coronavirus- pero, sin duda, de
prejuicios. Primero no querían rozarse con la chica ecuatoriana que limpiaba la
casa de los López. Después pusieron el grito en el cielo cuando una familia de
chinos alquiló el primero derecha, no compartían con ellos ni el ascensor. Una
vez, desde la ventana, le tiraron un caldero de agua a un señor que hurgaba en
la basura. “Es que es rumano”, dijeron. Aplaudieron entusiasmadas cuando escucharon
en el telediario lo de las concertinas en la valla de Ceuta. Ante las imágenes de columnas de miles de refugiados
sirios al destierro proclamaban: "¡Primero los españoles!". Luego ni siquiera todos, porque también repudiaron a los catalanes cuando intentaron destruir su pequeña España.
El universo de las Ruten se ha reducido tanto que, ahora, la frontera está en su propio rellano,
que es otra trinchera contra el virus. El perímetro del miedo, y del absurdo,
se acorta cada vez más en tiempos de zozobra. Han cerrado la frontera del quinto derecha para
defender la soberanía de un felpudo.