viernes, 10 de abril de 2020

DÍA 26: El descampado



Nuestro patio está roto. Abierto a un solar, que el tiempo ha convertido en un despeinado oasis. De la vieja casa de piedra queda en pie un trozo de pared, con su papel estampado en geometrías marrones y naranjas, y una ventana de madera vieja que quedó abierta hace cinco lustros y que los días de sur golpea con fuerza contra un quicio inútil.
Por el hueco de esta ausencia penetra la luz en las habitaciones de nuestro patio. La hierba está muy alta, ha crecido una higuera y ha estallado una alfombra de margaritas que alumbran como diminutas luciérnagas el prado verde. A través de este vacío la ciudad se hace más grande y la vista desde mi cocina alcanza hasta el Cabildo, que es un barrio roto. Desde esta mayúscula ventana podemos aspirar al infinito porque nos deja ver un horizonte, más allá de lejanas siluetas de edificios y balcones con ropa tendida. Cuando madrugo para ir a trabajar veo amanecer desde la ventana sin casa, huérfana de hogar. En esta geografía rota habitan tres gatos: el negro, el gris y el otro -bautismos sin complicaciones de mi vecina Marichelo- bastante lozanos, porque este patio es para ellos como un banco de alimentos, como un generoso orfanato.

En una ocasión se llenó de plumeros. Crecieron hasta sobre las ruinas de piedra de la antigua fachada. Un día el viento empezó a sacudir las espigas y el patio se cubrió de un vapor de minúsculas espumas blancas que flotaban despacio, casi detenidas, y se agarraban a la ropa de los tendales, cubrían las macetas y hacían estornudar a los gatos. Don Ramón se tragó una pelusa mientras pronunciaba un discurso de vibrante retórica desde la ventana de la cocina. Su mujer, María, le tuvo que aliviar la tos con un coñac. Entonces salió Emilio y le dijo al aire que había que protestar a la autoridad.
Algunas semanas después, más bien probablemente por efecto de la casualidad, entró una máquina al patio y lo segó todo. Solo quedó en pie la higuera.

El caso es que, ahora, en este estado de alarma, ha prosperado un asentamiento. Dos familias, con abuelos y niños, pasan el día ahí. Llegan por la mañana con las cestas de comida y una nevera, extienden una mesa grande de camping, las sillas de playa y plantan una sombrilla. Montan el campamento a la vera de la higuera de tal forma que no se ve desde el exterior.

Así llevan tres semanas. Protegidos a la vista desde la calle por el perímetro del muro que cierra la finca. Toman el sol, juegan a las cartas, los niños corren detrás de los gatos, buscan caracoles en las tapias y cortan margaritas. Hay bullicio a la hora de comer y sosiego a la hora de la siesta. Los aplausos de las ocho son el toque de queda. Se suman con alboroto, palmas y baile y, al terminar, recogen sus bártulos y toman el camino a sus casas, que está a la vuelta de la esquina, alegres y cansados como quien regresa de un día de excursión.

Algunos vecinos del patio están molestos, otros les observan con envidia, los más audaces hoy han propuesto instalar un pequeño oasis en nuestro trozo de patio y empezar a subir por turnos a la azotea. “Paco, primero” –ha dicho el hijo de Matilde- “que es el que peor lo lleva”.
Se ha complicado la organización de turnos, que en principio se han decretado individuales, desde la asamblea de ventanas del patio. María, la de Ramón, no entiende que no puedan subir los dos juntos, ya que también comparten casa. Emilio, que se considera la eminencia de la comunidad, ha insistido en que todos necesitamos “un tiempo a solas para la reflexión personal”. Entonces Rebeca, mi vecina del quinto, me ha mandado un mensaje al teléfono: “Me pido compartir azotea con Damián el platas”, a quien bautizamos así una tarde que coincidimos en sus interesantes canas.
Ha surgido un debate que, en términos generales, se resume así: Los que viven en pareja o familia prefieren subir solos, y los que estamos solos preferimos ir acompañados. Existe, también una tercera categoría: los solos temerosos de infectarse, como Pulcro. Que se ha negado a compartir espacio en la azotea, pero que quiere acompañarse de Dandy. “Animales, no”, vierte el vinagre Marichelo. “Pues entonces alguna se queda en casa”, replica el Platas y casi a la misma velocidad recibo un emoji de Rebeca con corazones.
El hijo de Matilde se ha asomado en pijama para decir que prefiere el turno de noche. “Es que éste no madruga mucho”, maldice Marichelo. A Conchita, a Pepe y al niño les hace ilusión subir a ver amanecer. Paco dice que no sube. 
Como somos muchos a opinar las conversaciones se confunden. Entonces alguien ha pedido a don Ramón que organice los turnos de palabra aprovechando que lleva de serie un altavoz en la garganta. “María, tráeme una corbata, que vamos a votar como si esto fuese el hemiciclo”, proclamó con emocionada pompa. A partir de ahí todo se ha desarrollado como un bingo de feria. Don Ramón dijo: “tercero izquierda”, y yo contesté “sola y a las tres de la tarde”
Emilio iba anotando para luego pasarnos la lista de turnos de azotea por teléfono. Cuando le tocó al Platas dijo entre bromas: “A las diez de la noche y... acompañado”. “¿Por quién?”, preguntó don Ramón. “Por la vecina del quinto”, grité en pleno arrebato. “Hecho”, sentenció rápido el Platas.
Me llega un mensaje de Rebeca: “¿Qué me pongo?”.