Nuestro patio está roto. Abierto a un solar, que el tiempo ha convertido
en un despeinado oasis. De la vieja casa de piedra queda en pie un trozo de
pared, con su papel estampado en geometrías marrones y naranjas, y una ventana
de madera vieja que quedó abierta hace cinco lustros y que los días de sur
golpea con fuerza contra un quicio inútil.
Por el hueco de esta ausencia penetra la luz en las habitaciones de
nuestro patio. La hierba está muy alta, ha crecido una higuera y ha estallado
una alfombra de margaritas que alumbran como diminutas luciérnagas el prado
verde. A través de este vacío la ciudad se hace más grande y la vista desde mi
cocina alcanza hasta el Cabildo, que es un barrio roto. Desde esta mayúscula
ventana podemos aspirar al infinito porque nos deja ver un horizonte, más allá
de lejanas siluetas de edificios y balcones con ropa tendida. Cuando madrugo
para ir a trabajar veo amanecer desde la ventana sin casa, huérfana de hogar. En
esta geografía rota habitan tres gatos: el negro, el gris y el otro -bautismos
sin complicaciones de mi vecina Marichelo- bastante lozanos, porque este patio
es para ellos como un banco de alimentos, como un generoso orfanato.
En una ocasión se llenó de plumeros. Crecieron hasta sobre las ruinas de
piedra de la antigua fachada. Un día el viento empezó a sacudir las espigas y
el patio se cubrió de un vapor de minúsculas espumas blancas que flotaban
despacio, casi detenidas, y se agarraban a la ropa de los tendales, cubrían las
macetas y hacían estornudar a los gatos. Don Ramón se tragó una pelusa mientras
pronunciaba un discurso de vibrante retórica desde la ventana de la cocina. Su
mujer, María, le tuvo que aliviar la tos con un coñac. Entonces salió Emilio y le
dijo al aire que había que protestar a la autoridad.
Algunas semanas después, más bien probablemente por efecto de la
casualidad, entró una máquina al patio y lo segó todo. Solo quedó en pie la
higuera.
El caso es que, ahora, en este estado de alarma, ha prosperado un
asentamiento. Dos familias, con abuelos y niños, pasan el día ahí. Llegan por
la mañana con las cestas de comida y una nevera, extienden una mesa grande de
camping, las sillas de playa y plantan una sombrilla. Montan el campamento a la
vera de la higuera de tal forma que no se ve desde el exterior.
Así llevan tres semanas. Protegidos a la vista desde la calle por el
perímetro del muro que cierra la finca. Toman el sol, juegan a las cartas, los
niños corren detrás de los gatos, buscan caracoles en las tapias y cortan
margaritas. Hay bullicio a la hora de comer y sosiego a la hora de la siesta.
Los aplausos de las ocho son el toque de queda. Se suman con alboroto, palmas y
baile y, al terminar, recogen sus bártulos y toman el camino a sus casas, que
está a la vuelta de la esquina, alegres y cansados como quien regresa de un día
de excursión.
Algunos vecinos del patio están molestos, otros les observan con envidia,
los más audaces hoy han propuesto instalar un pequeño oasis en nuestro trozo de
patio y empezar a subir por turnos a la azotea. “Paco, primero” –ha dicho el hijo de Matilde- “que es el que peor lo lleva”.
Se ha complicado la organización de turnos, que en principio se han
decretado individuales, desde la asamblea de ventanas del patio. María, la de
Ramón, no entiende que no puedan subir los dos juntos, ya que también comparten
casa. Emilio, que se considera la eminencia de la comunidad, ha insistido en
que todos necesitamos “un tiempo a solas para
la reflexión personal”. Entonces Rebeca, mi vecina del quinto, me ha mandado un
mensaje al teléfono: “Me pido compartir azotea con Damián el platas”, a quien bautizamos así una tarde que coincidimos en sus interesantes canas.
Ha surgido un debate que, en términos generales, se resume así: Los que
viven en pareja o familia prefieren subir solos, y los que estamos solos
preferimos ir acompañados. Existe, también una tercera categoría: los solos
temerosos de infectarse, como Pulcro.
Que se ha negado a compartir espacio en la azotea, pero que quiere acompañarse
de Dandy. “Animales, no”, vierte el vinagre Marichelo. “Pues entonces alguna se queda en casa”, replica el Platas y casi a la misma velocidad recibo un emoji de Rebeca con corazones.
El hijo de Matilde se ha asomado en pijama para decir que prefiere el
turno de noche. “Es que éste no
madruga mucho”, maldice Marichelo. A Conchita, a Pepe y al niño les hace
ilusión subir a ver amanecer. Paco dice que no sube.
Como somos muchos a opinar las conversaciones se confunden. Entonces
alguien ha pedido a don Ramón que organice los turnos de palabra aprovechando
que lleva de serie un altavoz en la garganta. “María, tráeme una corbata, que
vamos a votar como si esto fuese el hemiciclo”, proclamó con emocionada pompa. A partir
de ahí todo se ha desarrollado como un bingo de feria. Don Ramón dijo: “tercero izquierda”, y yo contesté “sola y a las tres de la tarde”.
Emilio
iba anotando para luego pasarnos la lista de turnos de azotea por teléfono.
Cuando le tocó al Platas dijo entre
bromas: “A las diez de la noche y... acompañado”. “¿Por quién?”, preguntó
don Ramón. “Por la vecina del quinto”,
grité en pleno arrebato. “Hecho”, sentenció rápido el Platas.
Me llega un mensaje de Rebeca: “¿Qué me
pongo?”.