La lluvia ha estropeado el primer día de azotea y estalla como aplausos
contra los tablones de madera del andamio de la casa de Petrita. Anoche, se
alteró mucho el patio con el reparto de los turnos de aliento en la terraza,
que acabó sin acuerdo. Hoy, todas las ventanas son mudas.
El chaparrón de esta mañana ha empapado los carteles de papel que ayer
colgamos en nuestras ventanas. Se le ocurrió al niño de Conchita y Pepe. Cada
uno escribimos nuestro número de teléfono, a tamaño gigante, en un papel que pegamos
en los cristales. Emilio fue anotando nuestros móviles para hacernos llegar el
horario de azotea. Aun así algunos, en la distancia, no les distinguía bien y los
leía con los prismáticos. Ahora la lluvia ha derretido el rotulador y los
cincos y los ochos se confunden alargados como figuras de El Greco en una
caligrafía indescifrable.
Al final, se ha creado una comisión. Don Ramón, el señor que echa
discursos por la ventana del patio, y Emilio -eminencia vecinal- propusieron la
iniciativa, que fue acogida con abucheos por el primero y el séptimo izquierda.
Empecé a hacerme una tortilla francesa de guisantes y cebolla. Saqué el yogur
de la nevera y me concedí el capricho de un quesito mientras elegían los
miembros de la comisión. Se ofrecieron Pepe, Pulcro, Marichelo, Salvador el del primero derecha y Antonio el del
octavo, que no quiere subir a la azotea, ni que subamos los demás.
Como don Ramón y Emilio se disputaban, con fina dialéctica, la
presidencia desde las ventanas hubo que organizar una votación. Para entonces
Damián el platas, Rebeca y otros vecinos
ya habíamos renunciado al pleno. Pero desde el interior de las casas se escuchó
que don Ramón venció por tres votos a dos, y que Emilio protestó alegando que
no había quorum.
Entre la falta de acuerdo y la lluvia, hoy hemos recibido un mensaje en
los teléfonos. Dice que la comisión se constituirá mañana domingo a las doce
para que el lunes, a más tardar, los vecinos podamos ir subiendo media hora al
día para respirar aire libre, ante la ausencia de balcones en el edificio. Pero,
al parecer, antes de aprobar la operación hay que determinar si es legal subir
a la azotea, si el estado de alarma permite los desplazamiento ‘intracomunitarios’, como dice Emilio,
que se ha puesto exquisito en cuestiones de matiz y de léxico.
Rebeca está entregadísima a un tutorial de Youtube de maquillaje de ojos
ahumados. Me manda fotos a cada rato para que evalúe los resultados.
Extrañamente, entre tanto barullo nadie ha reparado en la ausencia de
Tea y su marido, que no han participado en la operación azotea. Siguen malos.
Les oigo toser mucho y me escriben algún mensaje desanimado. Antes ha debido
venir el médico. Se ha puesto en marcha el ascensor y se ha parado en nuestro
descansillo. He visto por la mirilla a un señor completamente envuelto en
plástico que antes de tocar el timbre se ha ajustado la mascarilla y se ha
colocado, de refuerzo, una careta protectora de plástico transparente. La
visita ha sido breve.
Me pregunto cómo reaccionarían los vecinos si supiesen que el virus ha
llegado al tercero. Si harán como las hermanas Ruten: ordenar el cierre de
ventanas y levantar una frontera en el perímetro del felpudo.
Es un sábado de lluvia. Un día para estar detrás de los cristales. Había
pensado ordenar la caja de fotografías, acabar de escribir los nombres de los
retratados en el envés de cada una. Mamá y yo lo hacíamos juntas, por las
tardes, sentadas en las butacas del salón. Ella iba identificando las caras. Yo
apuntaba con lápiz. Me insistía en aquella misión para que no se perdiesen los
nombres, para que los rostros no fuesen anónimos.
De cada fotografía nacía una historia que íbamos enhebrando con retales
de papel en blanco y negro. Conocí mucho de mi padre, de parientes de
Eirasvedras, de Avilés. Historias de Madrid, de Filipinas, de México. Una
cocina, una playa, la puerta de una iglesia, unas escaleras. Allí donde las
fotografías congelaron tantos instantes.
Las tengo todas en la memoria, dibujadas en color. La ternura con la que
describía a las personas, las palabras exactas. Su hablar tranquilo, lento.
Cómo las acariciaba, con qué delicadeza tocaba las fotografías. Yo iba haciendo
preguntas para prolongar el entusiasmado sosiego de sus narraciones. Fueron
tardes de recreo, donde por un rato se nos olvidaba todo. Ella se reía.
Pero se fue cansando cada vez más y los ratos se hicieron más cortos.
Cada tarde a las seis le preparaba un chocolate muy ligero, acompañado con un
trozo de sobao de Petrita. También, con los días, hasta eso, hasta las
meriendas fueron siendo más pequeñas. Ahora lo sé pero, entonces, fui incapaz
de advertirlo. Me parecía una niña que iba descubriendo ilusionada cada
fotografía, evocando el pasado con alegría sin temor al futuro, sin dejarse
derrotar por la nostalgia.
Nunca sospechamos que tantas fotografías quedarían sin nombre. Hoy no
puedo. Llueve. Como el último día. Yo no lo vi. Lo sé porque cuando la gente me
abrazaba notaba sus abrigos mojados. Habrá una tarde azul y yo volveré a
escribir con el lápiz.