sábado, 11 de abril de 2020

DÍA 27: La caja de fotografías



La lluvia ha estropeado el primer día de azotea y estalla como aplausos contra los tablones de madera del andamio de la casa de Petrita. Anoche, se alteró mucho el patio con el reparto de los turnos de aliento en la terraza, que acabó sin acuerdo. Hoy, todas las ventanas son mudas.
El chaparrón de esta mañana ha empapado los carteles de papel que ayer colgamos en nuestras ventanas. Se le ocurrió al niño de Conchita y Pepe. Cada uno escribimos nuestro número de teléfono, a tamaño gigante, en un papel que pegamos en los cristales. Emilio fue anotando nuestros móviles para hacernos llegar el horario de azotea. Aun así algunos, en la distancia, no les distinguía bien y los leía con los prismáticos. Ahora la lluvia ha derretido el rotulador y los cincos y los ochos se confunden alargados como figuras de El Greco en una caligrafía indescifrable.

Al final, se ha creado una comisión. Don Ramón, el señor que echa discursos por la ventana del patio, y Emilio -eminencia vecinal- propusieron la iniciativa, que fue acogida con abucheos por el primero y el séptimo izquierda. Empecé a hacerme una tortilla francesa de guisantes y cebolla. Saqué el yogur de la nevera y me concedí el capricho de un quesito mientras elegían los miembros de la comisión. Se ofrecieron Pepe, Pulcro, Marichelo, Salvador el del primero derecha y Antonio el del octavo, que no quiere subir a la azotea, ni que subamos los demás.
Como don Ramón y Emilio se disputaban, con fina dialéctica, la presidencia desde las ventanas hubo que organizar una votación. Para entonces Damián el platas, Rebeca y otros vecinos ya habíamos renunciado al pleno. Pero desde el interior de las casas se escuchó que don Ramón venció por tres votos a dos, y que Emilio protestó alegando que no había quorum. 

Entre la falta de acuerdo y la lluvia, hoy hemos recibido un mensaje en los teléfonos. Dice que la comisión se constituirá mañana domingo a las doce para que el lunes, a más tardar, los vecinos podamos ir subiendo media hora al día para respirar aire libre, ante la ausencia de balcones en el edificio. Pero, al parecer, antes de aprobar la operación hay que determinar si es legal subir a la azotea, si el estado de alarma permite los desplazamiento ‘intracomunitarios’, como dice Emilio, que se ha puesto exquisito en cuestiones de matiz y de léxico.
Rebeca está entregadísima a un tutorial de Youtube de maquillaje de ojos ahumados. Me manda fotos a cada rato para que evalúe los resultados.

Extrañamente, entre tanto barullo nadie ha reparado en la ausencia de Tea y su marido, que no han participado en la operación azotea. Siguen malos. Les oigo toser mucho y me escriben algún mensaje desanimado. Antes ha debido venir el médico. Se ha puesto en marcha el ascensor y se ha parado en nuestro descansillo. He visto por la mirilla a un señor completamente envuelto en plástico que antes de tocar el timbre se ha ajustado la mascarilla y se ha colocado, de refuerzo, una careta protectora de plástico transparente. La visita ha sido breve.
Me pregunto cómo reaccionarían los vecinos si supiesen que el virus ha llegado al tercero. Si harán como las hermanas Ruten: ordenar el cierre de ventanas y levantar una frontera en el perímetro del felpudo. 

Es un sábado de lluvia. Un día para estar detrás de los cristales. Había pensado ordenar la caja de fotografías, acabar de escribir los nombres de los retratados en el envés de cada una. Mamá y yo lo hacíamos juntas, por las tardes, sentadas en las butacas del salón. Ella iba identificando las caras. Yo apuntaba con lápiz. Me insistía en aquella misión para que no se perdiesen los nombres, para que los rostros no fuesen anónimos.

De cada fotografía nacía una historia que íbamos enhebrando con retales de papel en blanco y negro. Conocí mucho de mi padre, de parientes de Eirasvedras, de Avilés. Historias de Madrid, de Filipinas, de México. Una cocina, una playa, la puerta de una iglesia, unas escaleras. Allí donde las fotografías congelaron tantos instantes.

Las tengo todas en la memoria, dibujadas en color. La ternura con la que describía a las personas, las palabras exactas. Su hablar tranquilo, lento. Cómo las acariciaba, con qué delicadeza tocaba las fotografías. Yo iba haciendo preguntas para prolongar el entusiasmado sosiego de sus narraciones. Fueron tardes de recreo, donde por un rato se nos olvidaba todo. Ella se reía.

Pero se fue cansando cada vez más y los ratos se hicieron más cortos. Cada tarde a las seis le preparaba un chocolate muy ligero, acompañado con un trozo de sobao de Petrita. También, con los días, hasta eso, hasta las meriendas fueron siendo más pequeñas. Ahora lo sé pero, entonces, fui incapaz de advertirlo. Me parecía una niña que iba descubriendo ilusionada cada fotografía, evocando el pasado con alegría sin temor al futuro, sin dejarse derrotar por la nostalgia.

Nunca sospechamos que tantas fotografías quedarían sin nombre. Hoy no puedo. Llueve. Como el último día. Yo no lo vi. Lo sé porque cuando la gente me abrazaba notaba sus abrigos mojados. Habrá una tarde azul y yo volveré a escribir con el lápiz.