Ha desaparecido un vecino. Esta mañana nos despertaron las voces de
desesperada alarma de su mujer. Primero gritó su nombre a la calle y luego al
patio. Me la imaginé corriendo por la casa, abriendo puertas y ventanas,
llamándole a gritos desde todos los rincones.
Cada uno hemos tomado una dirección, desorientados por la dispersa procedencia
de las voces. Algunos nos hemos asomado a la avenida principal, otros a la
calle peatonal y el resto al patio. En menos de un minuto, los gritos de
auxilio convocan rostros despeinados y señoras sujetándose el cuello de las
batas con las manos. Petrita parece una resurrección, de pie, en el mirador,
con su camisón largo blanco y la redecilla en la cabeza. Nos miramos
desconcertados. Nada pasa. Entonces se oyen voces en el otro extremo de la casa, voy por el pasillo hacia el sur y me asomo a la ventana del patio.
Pulcro con Dandy entre los brazos, Rebeca en pijama haciéndose una coleta, Damián
el platas -no defrauda- con el pecho desnudo, y Antonio
con la humedad de la ducha prendida del albornoz. Es domingo de Pascua y ha
desaparecido Paco.
Todos estamos desconcertados y mudos. Marichelo llora a gritos desde la
ventana: “¡No está Paco, no está Paco!”.
Lo repite en un bucle histérico. Varias voces disparan preguntas desde las
ventanas. Se asoma el niño de Conchita con un bol de cereales. Huele a
café mientras vamos escuchando el relato de mi vecina. “Hasta el momento sabemos que Paco se acostó anoche…”, empieza a
resumir Emilio. “Bueno, en realidad no se
había levantado. Ayer pasó todo el día en la cama”, interrumpe Marichelo.
Todos sabíamos que Paco estaba mal. Más bien, intuíamos que nadie podría
estar bien si se viese obligado a soportar la cuarentena con un carácter como
el de Marichelo. “Un sargento. Ésta, en
casa, manda más que Putin en Rusia”, nos advertía a escondidas su propio
marido. Supongo que hace tiempo que se dejó derrotar por ella. La señora
apabullante, la señora del “yo siempre
voy con la verdad por delante”.
Paco llevaba unos días triste, sin levantarse. Todos habíamos oído cómo
Marichelo le reñía a gritos porque ni siquiera se aseaba. Ella misma cuenta
ahora que anoche no quiso cenar. Que estaba tumbado en la cama, con la vista
fija en el techo. “Ni una palabra dijo
por más que le pinché”, confiesa. El caso es que Marichelo se ha despertado
esta mañana y Paco no estaba. Ni en el dormitorio, ni en ninguna habitación de
la casa. Don Ramón se ha incorporado a la ventana en batín, resollando y
atusándose la barba con coqueta preocupación. “Hay que esperar. Seguro que vuelve”, ha sentenciado.
Todos hemos tratado de restar aparato a la ausencia de Paco, pero también sospechamos que es una fuga, no un paseo. Así, hemos empezado a
trajinar, a preparar desayunos y mudar sábanas. Pero con las
ventanas abiertas a nuevas noticias.
A las doce ha empezado a aplaudir Petrita y cuando hemos salido a
saludarla nos ha empezado a preguntar a voces qué pasa en el número 8. Las
Pérez parlotean y hacen gestos mientras la propia Marichelo relata -esta vez,
al público del tendido norte- lo acontecido. Las Ruten están tan intrigadas que han abierto una rendija del mirador
para escuchar mejor, aún a riesgo de que se cuelen unas malignas esporas de
Covid.
A la una, Emilio toca la campanilla y nos asomamos a las ventanas del
patio. Paco no ha vuelto y hay que tomar una determinación. Marichelo llama,
allí, en directo desde el alfeizar de la ventana, a la policía. Primero le
advierten que su marido se arriesga a una multa por romper el confinamiento.
Después, que solo hace unas horas que se fue, que no es una desaparición. “Que pena de Lobatón”, brama antes
de colgar.
Ahora ya todos estamos preocupados por Paco. Tememos que pueda haber
hecho alguna “tontería”, eufemismo comúnmente utilizado en estos casos, cuando
se sospecha que el desaparecido no se ha ido a por tabaco.
Según pasan las horas su ausencia va provocando inquietud y
desasosiego. A las cinco y media, Marichelo ha tendido la colada y nos ha dicho
que nadie sabe nada de él. Ni amigos, ni parientes.
A las siete de la tarde, Emilio y don Ramón convocan reunión vecinal, a
la convenida señal de tres repiques largos de campanilla. Damián el platas se ofrece a llegarse hasta la
panadería, que abre hasta tarde, para ver si allí le han visto. María entra en
casa para telefonear al párroco. Rebeca propone llamar al hospital. Como Pulcro dispone del salvoconducto del
perro, se decide que baje a la calle y que se acerque a los jardines de Pereda
y al muelle. No sea que en un arranque de depresiva melancolía este allí,
sentado en algún banco. Repentinamente poseído por el espíritu de Poirot, don
Ramón propone que Dandy husmee un
calcetín de Paco, para seguir el rastro. El niño de Conchita y Pepe,
entusiasmado, dice que él también quiere ir. Marichelo acepta dejar una camisa
del ausente en el descansillo, tras precisar con reprimida indignación que su
marido no tiene calcetines sucios.
A las ocho estalló el aplauso desde los balcones. Me asomé por el
ventanal del salón. Petrita empezó a corear “Paco,
Paco” al ritmo de las palmas. Todos los vecinos nos hemos contagiado y el
nombre de Paco ha vibrado hoy con tristeza y esperanza en todas las gargantas de esta calle.
Ya era de noche. Habíamos recogido la ropa de los tendales. Rebeca y el platas fumaban un cigarrillo en sus
ventanas. Me pareció que, en las sombras, sus miradas ciegas estaban enhebradas
por un hilo invisible. Después pensé en todas las mujeres que durante estos
años he visto asomarse y esfumarse de la ventana de Damián. A Rosi le llegó a
comprar un loro que pronunciaba su nombre arrastrando la erre con singular
simpatía. Cuando ella se fue, el fiel Horacio siguió, allí, repitiendo su nombre sin
desmayo. Una mañana de Navidad el platas
le regaló el loro al niño de Conchita y Pepe. Pero siguió llamando a Rosi desde
el segundo derecha, mientras se sucedieron Marta, Anelís y Titina.
Todo el mundo dio por hecho que el
platas había dejado a Rosi, a quien conocíamos todos porque pasaba horas
sentada en la ventana hablando con Horacio y dándole pipas. Pero fue ella la
que se marchó. Dos días después que Juanjo, el alquilado del octavo. Tienen dos
niños.
Suena otra vez la campanilla en el patio. Las pesquisas de Pulcro y Dandy no han dado resultado. No está en el hospital. Paco no ha
pasado por la panadería, ni por la farmacia. Tampoco ha vuelto a casa. “Pues si no quiere volver, que no venga”,
truena el mayúsculo reproche de Marichelo.
Nos vamos a dormir. La incertidumbre deja el patio triste y los sueños
huérfanos. Me doy cuenta de que empecé esta aventura como un aislamiento de
soledad y silencio, como un recreo íntimo entre mis cuatro paredes. Pero los
acontecimientos me reclutan como parte de un equipo indeseado, extravagante,
disparatado. Falta Paco. Y siento que somos uno menos.