La fiebre de la primavera me ha hinchado los ojos, lagrimean y pican. Los
estornudos se encadenan hasta durante la noche. De madrugada me despertaron.
Estuve un rato sentada en la oscuridad esperando a que se apaciguasen. En un
arranque de crisis entré en pánico, cuando elucubré la imposible virtualidad de
estar padeciendo síntomas de coronavirus. A punto estuve de preguntarlo en
google.
Pero lo cierto es que llevo tres semanas racionando los antihistamínicos.
Tomo uno cada tres días, pero la dosis resulta claramente insuficiente. Ahora
se ha complicado con los ojos. Así que ha llegado la hora de afrontar la
realidad. Tengo que ir a la farmacia. Después de treinta y cinco días sin pisar
la calle he planeado la salida como si fuese un desafío.
Esta mañana he llamado para que tengan preparadas todas mis medicinas:
colirios, pastillas e inhaladores. Iré mañana, pronto. Antes de trabajar. Me
pone nerviosa la aventura pero no me atrevo a pedirle a TelePollo que me haga
el recado. Hoy precisamente me ha traído víveres para una semana.
Temo que la falta de costumbre en el caminar me haga fatigarme, y que me
cueste llegar a la farmacia. Cerca de mi casa hay otra que ya no frecuento.
Estaba harta de que intentasen venderme jarabes de regaliz y pócimas de flores.
Ante la perspectiva de salir de casa, el día se me ha hecho inquieto. Me
encerré en invierno, con abrigo, y salgo en primavera, con chaqueta ligera. Es
como despertar en otra dimensión.
A veces pienso que estoy predestinada a este encierro,
porque mis dos abuelas –una de moño plateado y otra de cardado cobrizo- se confinaron
voluntariamente en casa veinte años
antes de morir. Así que cuando el otro día anunciaron que esto dura hasta
el 10 de mayo no me pareció una fatalidad, sino la confirmación de una
premonición. El destino familiar cae sobre mí. Gracias a esta experiencia previa
de mis antepasados, puedo confirmar que se sobrevive sin tablas de pilates y
sin vitamina solar. Cuando éramos pequeñas las hermanas Agüero presumíamos de
tener abuelas ‘de interior’, como las plantas del salón que no necesitan
balcón.
Ahora es más difícil resistir el encierro porque
afuera hay más tentaciones, pero más fácil porque estamos más comunicados.
Aunque sea de manera efímera. La abuela Estrella no se carteaba con nadie, por
su radical fobia a los gérmenes. Solo hacía una excepción abriendo las cartas del
banco, que planchaba previamente para achicharrar las bacterias. El teléfono
tampoco lo usaba mucho. También lo levantaba para ver cómo iban sus acciones y
los “dineros”, como llamaba ella a los ahorros.
Pero la abuela Julia estaba hecha de otra pasta totalmente
distinta. Dos décadas estuvo yendo de la habitación al salón, sin más
interferencias geográficas que la parada en el aseo. Eso sí, se retiró de la
vida pública a lo grande, en el teatro Coliseum donde tantas funciones y
películas hemos disfrutado. En la primera fila de la platea, para el debut de su
nieta Cristina en una zarzuela. Porque las dos Agüero pequeñas son sopranos. “No, señora, yo no canto”, creo que es
la frase que más he repetido en mi vida como hermana mayor de las artistas.
Desde su butaca la abuela Julia tenía un control
exhaustivo de la actualidad, de nosotras, de los chismes de Requejada y de una
enorme lista de parientes que alcanzaba hasta el quinto grado de consanguinidad.
Daba igual cuántas visitas le hicieses, ella siempre te regalaba la historia de
un primo nuevo. Todo eso además, sin planos –como decía mi padre- lo guardaba
solo en la cabeza.
Cuando murió nos quedaron cuatro cajas enormes de la correspondencia
que mantenía con parientes y amistades. De lo mío, presumo que quedará menos información
que en el ordenador de Bárcenas. Lo tendrá Google o facebook y como yo no
soy nadie lo destruirá por falta de interés. Siendo honestos, las
conversaciones del móvil tampoco merecen conservarse. Tampoco sé a dónde irán a
parar los mensajes de correo electrónico. Probablemente morirán de pena en eso
que llaman nube, que es como un purgatorio al que ascienden las palabras, donde
se desnudan nuestras intimidades.
Hace años, en una feria de libro viejo, compré un
descosido ejemplar que hilvanaba el relato de la destrucción pasional de dos
náufragos, María Callas y Onassis. Al sacudir el libro resbaló una postal
enviada desde Francia hace más de cuarenta años. La impecable caligrafía de
Antonio confesaba a Angelina, con cierta amargura, que no conseguía olvidarla. Llegué
a buscar su dirección en ‘google maps’ que se corresponde con una casa vieja de
piedra, ahora olvidada al final de un camino a ninguna parte.
Los buzones están cada día más vacíos porque Correos ya no tiene quién
le escriba. Antes traían y llevaban confidencias de amor y desventuras de
exilios geográficos, bálsamo de parientes distantes y correspondencia de amigos
de campamentos de verano.
Ahora ya nadie espera al cartero. El medio millar que queda en
Cantabria apenas reparte facturas y cartas de números rojos barnizadas con la
hiel de la desesperanza. Los mensajes de socorro
no se lanzan en botellas al mar, ahora se escriben en las etiquetas de ropa
enhebrada por las castigadas manos de explotados sin rostro. Hasta el
vitriólico duelo epistolar entre Houellebecq y Henry-Lévi se libró en la
correspondencia virtual del mail.
Hace años que las letras ya no viajan en
papel. En lugar de recorrer
distancias en trenes regionales, alborotadas y sofocadas dentro de una saca,
rebotan en las nubes y se estrellan contra bosques de alambre para llegar al
correo electrónico.
Los
emigrantes no manuscriben cartas.
Retransmiten su exilio laboral en directo en un grupo de ‘whatsapp’.
Ahora las
palabras vuelan, no viajan. No se abrigan con sobres que se van curtiendo en el
trayecto y llegan a su destinatario con huellas y olores ajenos.
Ahora
que estoy evocando estos recuerdos, caigo en la cuenta de que tengo mi última
correspondencia debajo del felpudo. Metí allí las cartas el día que me las
subió Pulcro del buzón. Como han
pasado ya la cuarenta del virus he abierto la puerta para recuperarlas.
Valdecilla me cita a una consulta. En pleno vendaval Covid y siguen
funcionando. Bancos y facturas, nada más.
Yo
todavía conservo una caja de cartas propias. Porque en algunas nos escribíamos
cosas que nunca nos dijimos. También el tiempo transcurría más despacio. La
distancia, las ausencias y las esperas desprendían emociones cautivadoras,
fraguaban relaciones que solo se asomaban a las letras de papel. El perfume de
los sobres, que ahora arrastran el estigma de la corrupción.
No tengo que esforzarme por recordar cuando fue la última vez que eché
una carta al buzón. Fue en septiembre de 1995, cuando el otoño sofoca las
tardes azules del Cantábrico. Me abrigaba un jersey de punto negro, como aquel
áspero regreso a mi ciudad. La escribí con urgencia, lamí sus labios acres para
sellar la intimidad que respiraba. La entregué a la boca del león, ahora tan
hambriento de correspondencia.
Alguien dijo que enviar una carta es trasladarse a otra parte sin
mover nada, salvo el corazón. Algunas, como la última, aún crujen en mi
memoria.