jueves, 16 de abril de 2020

DÍA 32: La carta



La fiebre de la primavera me ha hinchado los ojos, lagrimean y pican. Los estornudos se encadenan hasta durante la noche. De madrugada me despertaron. Estuve un rato sentada en la oscuridad esperando a que se apaciguasen. En un arranque de crisis entré en pánico, cuando elucubré la imposible virtualidad de estar padeciendo síntomas de coronavirus. A punto estuve de preguntarlo en google.

Pero lo cierto es que llevo tres semanas racionando los antihistamínicos. Tomo uno cada tres días, pero la dosis resulta claramente insuficiente. Ahora se ha complicado con los ojos. Así que ha llegado la hora de afrontar la realidad. Tengo que ir a la farmacia. Después de treinta y cinco días sin pisar la calle he planeado la salida como si fuese un desafío.
Esta mañana he llamado para que tengan preparadas todas mis medicinas: colirios, pastillas e inhaladores. Iré mañana, pronto. Antes de trabajar. Me pone nerviosa la aventura pero no me atrevo a pedirle a TelePollo que me haga el recado. Hoy precisamente me ha traído víveres para una semana.
Temo que la falta de costumbre en el caminar me haga fatigarme, y que me cueste llegar a la farmacia. Cerca de mi casa hay otra que ya no frecuento. Estaba harta de que intentasen venderme jarabes de regaliz y pócimas de flores.

Ante la perspectiva de salir de casa, el día se me ha hecho inquieto. Me encerré en invierno, con abrigo, y salgo en primavera, con chaqueta ligera. Es como despertar en otra dimensión.

A veces pienso que estoy predestinada a este encierro, porque mis dos abuelas –una de moño plateado y otra de cardado cobrizo- se confinaron voluntariamente en casa  veinte años antes de morir. Así que cuando el otro día anunciaron que esto dura hasta el 10 de mayo no me pareció una fatalidad, sino la confirmación de una premonición. El destino familiar cae sobre mí. Gracias a esta experiencia previa de mis antepasados, puedo confirmar que se sobrevive sin tablas de pilates y sin vitamina solar. Cuando éramos pequeñas las hermanas Agüero presumíamos de tener abuelas ‘de interior’, como las plantas del salón que no necesitan balcón.

Ahora es más difícil resistir el encierro porque afuera hay más tentaciones, pero más fácil porque estamos más comunicados. Aunque sea de manera efímera. La abuela Estrella no se carteaba con nadie, por su radical fobia a los gérmenes. Solo hacía una excepción abriendo las cartas del banco, que planchaba previamente para achicharrar las bacterias. El teléfono tampoco lo usaba mucho. También lo levantaba para ver cómo iban sus acciones y los “dineros”, como llamaba ella a los ahorros.

Pero la abuela Julia estaba hecha de otra pasta totalmente distinta. Dos décadas estuvo yendo de la habitación al salón, sin más interferencias geográficas que la parada en el aseo. Eso sí, se retiró de la vida pública a lo grande, en el teatro Coliseum donde tantas funciones y películas hemos disfrutado. En la primera fila de la platea, para el debut de su nieta Cristina en una zarzuela. Porque las dos Agüero pequeñas son sopranos. “No, señora, yo no canto”, creo que es la frase que más he repetido en mi vida como hermana mayor de las artistas.
Desde su butaca la abuela Julia tenía un control exhaustivo de la actualidad, de nosotras, de los chismes de Requejada y de una enorme lista de parientes que alcanzaba hasta el quinto grado de consanguinidad. Daba igual cuántas visitas le hicieses, ella siempre te regalaba la historia de un primo nuevo. Todo eso además, sin planos –como decía mi padre- lo guardaba solo en la cabeza.
Cuando murió nos quedaron cuatro cajas enormes de la correspondencia que mantenía con parientes y amistades. De lo mío, presumo que quedará menos información que en el ordenador de Bárcenas. Lo tendrá Google o facebook y como yo no soy nadie lo destruirá por falta de interés. Siendo honestos, las conversaciones del móvil tampoco merecen conservarse. Tampoco sé a dónde irán a parar los mensajes de correo electrónico. Probablemente morirán de pena en eso que llaman nube, que es como un purgatorio al que ascienden las palabras, donde se desnudan nuestras intimidades.

Hace años, en una feria de libro viejo, compré un descosido ejemplar que hilvanaba el relato de la destrucción pasional de dos náufragos, María Callas y Onassis. Al sacudir el libro resbaló una postal enviada desde Francia hace más de cuarenta años. La impecable caligrafía de Antonio confesaba a Angelina, con cierta amargura, que no conseguía olvidarla. Llegué a buscar su dirección en ‘google maps’ que se corresponde con una casa vieja de piedra, ahora olvidada al final de un camino a ninguna parte.

Los buzones están cada día más vacíos porque Correos ya no tiene quién le escriba. Antes traían y llevaban confidencias de amor y desventuras de exilios geográficos, bálsamo de parientes distantes y correspondencia de amigos de campamentos de verano.
Ahora ya nadie espera al cartero. El medio millar que queda en Cantabria apenas reparte facturas y cartas de números rojos barnizadas con la hiel de la desesperanza. Los mensajes de socorro no se lanzan en botellas al mar, ahora se escriben en las etiquetas de ropa enhebrada por las castigadas manos de explotados sin rostro. Hasta el vitriólico duelo epistolar entre Houellebecq y Henry-Lévi se libró en la correspondencia virtual del mail.
Hace años que las letras ya no viajan en papel. En lugar de recorrer distancias en trenes regionales, alborotadas y sofocadas dentro de una saca, rebotan en las nubes y se estrellan contra bosques de alambre para llegar al correo electrónico.
Los emigrantes no manuscriben cartas. Retransmiten su exilio laboral en directo en un grupo de ‘whatsapp’.
Ahora las palabras vuelan, no viajan. No se abrigan con sobres que se van curtiendo en el trayecto y llegan a su destinatario con huellas y olores ajenos.

Ahora que estoy evocando estos recuerdos, caigo en la cuenta de que tengo mi última correspondencia debajo del felpudo. Metí allí las cartas el día que me las subió Pulcro del buzón. Como han pasado ya la cuarenta del virus he abierto la puerta para recuperarlas. Valdecilla me cita a una consulta. En pleno vendaval Covid y siguen funcionando. Bancos y facturas, nada más.

Yo todavía conservo una caja de cartas propias. Porque en algunas nos escribíamos cosas que nunca nos dijimos. También el tiempo transcurría más despacio. La distancia, las ausencias y las esperas desprendían emociones cautivadoras, fraguaban relaciones que solo se asomaban a las letras de papel. El perfume de los sobres, que ahora arrastran el estigma de la corrupción.
No tengo que esforzarme por recordar cuando fue la última vez que eché una carta al buzón. Fue en septiembre de 1995, cuando el otoño sofoca las tardes azules del Cantábrico. Me abrigaba un jersey de punto negro, como aquel áspero regreso a mi ciudad. La escribí con urgencia, lamí sus labios acres para sellar la intimidad que respiraba. La entregué a la boca del león, ahora tan hambriento de correspondencia.
Alguien dijo que enviar una carta es trasladarse a otra parte sin mover nada, salvo el corazón. Algunas, como la última, aún crujen en mi memoria.