He salido fugazmente al exterior y no me ha gustado. Después de treinta y
cinco días en casa ha sido como el despertar de un coma. Todo estaba allí,
igual que siempre. Solo que algunos escaparates se han quedado viejos con los
abrigos de invierno y las botas de piel desentonando en esta primavera extraordinariamente
cálida. Los carteles ya caducos a las puertas de los comercios, ‘volvemos el 30 de marzo’, contribuyen a
alimentar la extraña sensación de que todo se paralizó repentinamente. Las
cartas se almacenan debajo de las persianas de las tiendas y el cine anuncia la
cartelera de marzo. Detrás de las lunas se han marchitado algunas flores.
La excitación de la salida me despertó a las seis y diez de la mañana.
Me sentía incómoda y nerviosa. Con razón, porque he vuelto atemorizada. Me ha
sorprendido la cantidad de gente –sobre todo mayor- que pasea con las manos en
la espalda, señores sentados en bancos al sol, muchas personas sin mascarilla y
las colas de algunos puestos en la Plaza, que no solo no respetan la distancia
de seguridad, es que están directamente apiñados. Me asomé pensando en comprar
queso de Burgos y salí huyendo. Yo, en cambio, no toco ni las cartas del buzón. Y Pili a
todo producto adquirido le hace la prueba del ‘flis’ con un pulverizador de
lejía disuelta en agua. Ayer, precisamente, estuvimos debatiendo sobre cómo
descontaminar correctamente un plátano. Pienso en mi hermana Bego, que esperando
el verano teje como Penélope mascarillas de ganchillo a conjunto de los
bikinis.
Desde casa se percibe una realidad muy distinta. Las calles del centro
tienen menos gente, pero no están en absoluto solitarias. Hay más peatones que
coches, eso sí. Por eso hay también más silencio que es, tal vez, lo único que
sobrecoge. Aun así, he sido la única que ha esperado los semáforos verdes para
cruzar. Me resulta desconcertante que todavía tengamos tanta prisa en este retiro
material y espiritual. También me llama la atención que la mayoría de la gente
camina hablando por el teléfono o mirando la pantalla, exactamente como si
estuvieran en el sofá de casa. Cuando yo miro al frente y al cielo, hacia el
horizonte de Puertochico que el sur hace parecer más cercano y más nítido desde
el principio del Paseo Pereda. Pienso en todas las veces que he hecho ese
recorrido, que ahora tanto añoro, sin volver en exceso la vista a la bahía, en algunas
épocas incluso de espaldas a ella por temor a contagiarme del ensimismamiento. Tiene
la culpa Ramón Teja, que no necesita presentación ni aquí ni en el Vaticano, que
hace ya mucho me previno contra el campanilismo.
Lo que la mirada alcanza a ver desde lo alto del campanario. Así que yo me
protegía mirando siempre más allá, más alto, por encima del mar, por detrás de
las montañas. Pero ahora, aunque sigo aplaudiendo poco, echo un poco más de
menos los rincones que he frecuentado.
El paisaje no me resulta nuevo, porque se parece a una mañana de domingo
cualquiera. Hace un calor sofocante, las gafas se me empañan con la mascarilla.
Se me hace raro caminar tirando del carrito de la compra que he traído casi de atrezzo, como salvoconducto
por si me para la policía. Pero no me he tropezado con autoridad ninguna. Salvo
Pulcro, que impone mucho, pero solo
en mi escalera. Me ha saludado en la distancia levantando la mano. Lleva puesto
el guante de jardinería. No me sorprendería que se pusiese bozal en lugar de
mascarilla. Viene de dar su paseo matinal por el muelle. Todavía no le han
puesto ninguna multa, me dice ufano. A su lado trota alegre Dandy.
Para mí todo es raro, inquietante, incómodo. Primero he caminado
rápido hasta la farmacia, donde la iglesia de la Compañía. No había nadie. Tenía
ya preparado el pedido de colirios e inhaladores para el asma que hice ayer. No
he parado de hablar. Después me he sentido un poco estúpida por haber desaprovechado
la conversación en algunos lugares comunes de esos que tanto detesto. Como
desde hace un tiempo vivo rodeada de discursos he empezado a apuntar en un
cuaderno los tópicos que se sueltan. Tengo otra colección, también, de frases de
retórica pedante de películas.
El camino por las calles peatonales está demasiado lleno de tropiezos.
Se me cruzan algunas personas sin mascarilla que me rozan demasiado y tengo que
hacer equilibrios para irles sorteando. Pese a ello, me dio el antojo de queso
de Burgos y decidí ir a la Plaza. Cuando asomé la cabeza, me di la vuelta. Me
extraña que se sigan permitiendo esas apreturas cuerpo a cuerpo en los estrechos
pasillos.
Previamente, se cumplió el pronóstico. Nunca puedes salir de casa sin encontrarte
un conocido. Cuando mamá pasaba tantos días enferma yo iba a los recados y al
escuchar la llave en la cerradura ya me preguntaba animosa desde la cama: “¿con quién te has encontrado hoy?” y yo
corría a sentarme a su vera y convertía cada encuentro en una narración
trepidante o en una historia divertida añadiendo de mi cosecha lo que hiciese
falta. Después, finalmente acaba desnudando la realidad. Y las dos nos reíamos
juntas. “¡Pues vaya que lo has adornado!”,
decía alegre.
Ahora llego a casa con montones de sucedidos pero ya no tengo a quien
contárselos. Lo intento con mis hermanas, con escaso éxito, porque ellas no
conocen los antecedentes ni la procedencia de muchos actores. Durante este tiempo
de desolación las punzadas más intensas eran esas. Cuando algo ardía en la
punta de mi lengua y no tenía con quien compartirlo, con quien transformar un tropiezo corriente en anécdota y hasta en aventura.
Cumpliendo con la costumbre, el primer día que salgo de casa, en medio
de este estado de alarma, me encontré con Avelina que, pertrechada como yo, con
idéntico equipo de protección, me ha tenido que llamar por mi nombre porque apenas la reconocía entre el camuflaje. Hemos
hablado a dos metros, para compartir el temor que nos produce salir.
Desde casa todo parece tenebroso pero ahí afuera, en el centro de la
ciudad, un ejército de gente pasea, camina y compra sin precaución alguna o, al menos, con muy pocas, muchas menos que yo. Con
pasmosa tranquilidad, indiferentes absolutamente al apocalipsis que yo veo por
la televisión. Así que la experiencia me conduce a un dilema. No sé si es más acertado
imitarles o no volver a salir de casa.
No me voy a engañar. Desde el momento en que salí por la puerta ya
estaba deseando regresar. Al llegar a casa, mientras me esmero con los protocolos
de descontaminación, calculo que bien racionada tengo medicación hasta mediados
de junio.
El día ha sido largo y estoy inquieta. La salida me crea dudas sobre mi
posible contagio y a partir de mañana empiezo a contar en el calendario los
días que van pasando sin síntomas. He llamado a Petrita para contarle mi excursión al exterior. Me ha reñido porque dice que podría haber ido al recado Paco el
invisible, que hoy le ha traído la compra a las Pérez. Juani encargó, además,
revistas de recetas de cocina. Pero
Florita las ha fregado con el flis –veo que es de uso común- y se han arrugado
y desteñido las portadas.
Hoy hace calor, es una noche de verano. Decido cenar cosas frías. Ensalada
y yogur. Después la campanilla de Emilio nos ha convocado a un comité vecinal en el patio. En el orden de la noche hay un único punto: la azotea parece un vertedero. Hay colillas, un envoltorio de helado,
el palo desnudo de un polo, pañuelos de papel arrugados… Emilio ha ido
enumerando las pruebas. “Basura”,
resume resuelta Matilde.
También se han tenido que espaciar los cambios de
turno porque hay aglomeraciones por los rellanos. La reunión ha concluido con
una amonestación. Damián el platas y
Rebeca anoche no devolvieron la llave. Se ha chivado Salvador el del primero. Le
pongo un mensaje a Rebeca y me contesta una lluvia muda de corazones. Don Ramón
anuncia que a las diez hay discurso. “Qué
rollo”, se lamenta el niño de Conchita y Pepe. “Rrrollo”, repica el loro arrastrando la erre.
He preferido sentarme a leer. Se me ha hecho muy tarde. A la una y media
me levanto a correr las cortinas. Pero antes abro la ventana y me asomo un
rato. Está oscuro, no se ve la luna. Miro hacia el balcón de barandillas
blancas, pero la máscara de Darth vader no se asoma. Cuando ya me iba a retirar
me ha parecido ver un destello en la acera. Es la diminuta brasa roja de un cigarrillo.
Un hombre camina hacia nuestro portal. Levanta el codo para llevarse el
cigarrillo a la boca de una manera muy peculiar. De un modo que conozco muy
bien. Es Paco.