Anoche volvió Paco. A la una y media de la madrugada salió de entre las
sombras. El silencio era tan espeso que podía percibir el rumor de sus pasos
desde la ventana del tercero. Oí como la llave vencía la cerradura del portal,
a pesar del sigilo con el que se manejaba. No llamó al ascensor. Empezó a subir
la escalera despacio. Sentía el ritmo pausado y vacilante de sus pisadas que se
iban haciendo más cercanas. Tomé posiciones en la mirilla, que me queda bastante
abajo porque se colocó a la medida de la
diminuta estatura de la gran abuela Estrella. Tenía delante de mí una exclusiva
mayúscula y quería cerciorarme de que se trataba del marido de Marichelo,
desparecido de la comunidad desde hace cinco días.
Me pregunté si algún vecino más estaría al tanto. Probablemente no. Era
muy tarde, y el discurso de don Ramón desde la ventana del patio les habría
dejado vencidos. Me dio tiempo a asomarme y comprobé que no había luz en
ninguna ventana. Volví a la puerta. Los pasos de Paco estaban a punto de
revelarle en la curva del descansillo. Pero subía a oscuras. En un rápido
movimiento instintivo eché mano de la linterna de mi sobrino Arturo, que lleva
meses sobre el aparador de la entrada. La cogí con la mano izquierda, la encendí
con la derecha y apunté a la mirilla.
Yo no conseguí alumbrar la cara de Paco, que avanzaba hacia mí por las
escaleras, pero él pareció percibir algo porque se paró en seco unos segundos.
Después, siguió subiendo aún con más cuidado. Afortunadamente el ascensor
estaba detenido en mi piso y a través del cristal de la puerta salía un chorro
de luz. Efectivamente, era Paco. Sus pasos se fueron perdiendo hacia el sexto piso.
Estaba casi paralizada por la sorpresa. ¿Por qué Paco volvía de noche y
a escondidas? Al fin, escuché abrirse una puerta y después volvió el silencio.
Medité meterme en la cama. Pero después, acertadamente, me quedé en la cocina,
a oscuras, esperando una reacción que, pasados unos minutos, quebró el silencio
de la noche como un huracán. Marichelo empezó a bramar toda clase de reproches
e improperios. Tembló la escalera y se encendieron las luces de las cocinas del
patio. “Ha vuelto Paco”, se
susurraban unos vecinos a otros.
El recibimiento no fue precisamente una bienvenida. Escuchamos las voces airadas de ella. A Paco no se le oía ni
suspirar. Había luz en sus ventanas, pero estaban cerradas. Se oyeron algunos
golpes y Emilio propuso que alguien llamase a su puerta, para sofocar el
acaloramiento. “Vete, vete para siempre,
no eres más que un estorbo”, le oímos decir a ella. Como ninguno nos
ofrecimos voluntarios, Salvador el del primero propuso llamar a la policía. Don
Ramón opinó que no hace falta “politizar”
los conflictos domésticos, y a Rebeca se le escapó una carcajada. Oímos ladrar
a Dandy, pero Pulcro no se asomó. Emilio
pidió tranquilidad “porque no tenemos
constancia de que haya lesiones”.
Resulta curioso, llevamos treinta y cinco años arrastrando lo de Paco –desde que
compraron el piso- mirando hacia otro tendal, silbando, lavándonos las manos.
Y, de repente, en treinta y cinco días todo cambia. Ahora nos interesa la
tragedia de Paco, nos hablamos por las ventanas, nos sabemos nuestros nombres.
Pepe el de Conchita, más espontáneo, desbloqueó el conflicto con naturalidad
y empezó a gritar sus nombres. “Paco,
Paco… Marichelo”, repetía, y todos nos fuimos sumando a la llamada. No pasó
nada. Pero las voces de Marichelo se fueron apagando. Entonces salió a la
ventana el hijo de Matilde, que vive en el mismo piso, y nos comunicó que a
través de los tabiques ha podido escuchar a Marichelo echando a Paco de casa. “¿Y qué dice Paco?”, pregunta María. “Nada. No para de silbar”, respondió el
chaval. Nos quedamos pasmados. Pasó un rato y se oyó cerrar una puerta. Atravesé
el pasillo pequeño hacia el frente norte. Cuando me asomé vi la sombra de Paco
alejarse por la calle arrastrando una maleta de ruedas.
Así que hoy hemos desayunado con una intriga mayúscula. Todos mirábamos
de reojo las cortinas de Marichelo, que han permanecido de luto. Pero a media
mañana se ha empezado a desenredar el entuerto, aunque me temo que la corriente
informativa circula por un hilo demasiado alambicado. Para poder determinar el
principio y el fin he tenido que sacar un cuaderno. Cuando se lo cuente a las
otras Agüero quiero recordar todos los detalles.
A las doce y media suena el teléfono y escucho: “Habla Petrita”, porque ella siempre se presenta como si llamase
desde el año 1952. Es el servicio de identificación de llamada de su teléfono
de góndola.
Cuando yo trabajaba en la Menéndez Pelayo me compré un teléfono rosa con
plumas, que era la sensación de la universidad. Todo era muy glamuroso hasta
que una vez Emilio Lledó tuvo que atender una llamada de la prensa desde mi
aparato. Yo se lo ofrecí pidiendo disculpas. Él lo miró perplejo, se lo puso en
la oreja y me dijo sorprendido: “funciona,
funciona, muchas gracias”.
Ahora el fijo de casa lo tengo desenchufado. Me da miedo que suene. Solo
llaman teleoperadoras, a las ocho de la mañana o a las once de la noche. Estaba
muy saturada. Lo desenchufé el día que me entraron ganas de salir a la ventana
y echar un discurso como don Ramón: ¡Abajo
el liberalismo económico de pacotilla!
Preguntan hasta por mi abuela. “¿Puedo
hablar con Estrella?”. “Lo veo
difícil porque murió en 2007”. Pero no se dan por vencidos, te colocan el paquete
promocional a velocidad de rayo y tú, ahí, esperando a poder meter baza para
conseguir despedirte de forma civilizada. Lo peor es que luego empezaron a
llamar preguntando por mi madre. Y a mí me daba vuelta el corazón y me ponía a
llorar.
“No está la señora”, respondía siempre la abuela. Le encantaba
hacerse pasar por la chica de servicio y como siempre andaba –menuda y
rechoncha- con el delantal puesto y el humor avinagrado tenía cierto aire a
Rafaela Aparicio haciendo de criada. Cuando la gente presumía de esto y de
aquello mi abuela siempre decía: “pues
dame a mí un poco”. La verdad es que tenía respuesta para todo. “Estrella, te veo tan lozana como siempre”,
le dijo en una ocasión con cierto veneno una amistad del pueblo. “Es que en mi casa siempre se ha comido muy
bien, no como en la tuya que habéis pasado mucha hambre”, le espetó. Así
que cuando venían visitas, las tres hermanas Agüero nos metíamos debajo de la enorme
mesa del salón para disfrutar del espectáculo de sus conversaciones, que luego representábamos
a nuestros padres en pequeñas funciones de teatro que adornábamos a voluntad.
El caso es que Petrita llamó a las doce y media de la mañana. Me contó
lo que ya sabía, que anoche volvió Paco. Pero añadió más. Melita, una de las
hermanas Ruten, le ha contado en la panadería al portero Paco, el invisible, que esta mañana le ha
dicho el hijo de Matilde que ha coincidido en el supermercado con Salvador el
del primero que sabe, por su cuñado Marcelino, que Paco y Pulcro estaban hablando juntos esta mañana a la puerta de la tienda
de género textil que tienen él y Marichelo en la zona de escaparates
comerciales.
Voy a ponerlo al revés. Porque el hilo de Petrita me ha dejado
confundida. Que Marcelino, el cuñado de Salvador, ha visto juntos a Paco y a
Pulcro. Salvador se lo ha contado al hijo de Matilde. Éste a Melita. Melita a Paco
el invisible. Éste a Petrita, y ella a mí. Y yo, pues me veo en la obligación
de extender la cadena desvelando esta pista a Rebeca, por ejemplo.
La he mandado un mensaje más abreviado. “Han visto juntos a Paco y a Pulcro esta mañana”. Pero me temo que la
comunicación se interrumpe ahí porque ella ha respondido: “Anoche genial con Damián”. Se ha enamorado, porque ya no dice el platas. Como cuando la Campos empezó
a llamar Edmundo a Bigote Arrocet.
El caso es que me intriga el regreso de Paco. No sé si vino a por la
maleta, o si se la pusieron en la puerta. Más perpleja me deja que Paco y Pulcro estuviesen juntos esta mañana.
Han podido coincidir a la puerta de la tienda. Al fin y al cabo yo también salí
ayer a la farmacia y me tropecé con él. Pero es extraño, porque Pulcro es un espécimen huraño, tan
huraño como las Ruten y no me le imagino haciendo amistad con Paco. También me
pregunto dónde dormirá.
Salvando este pequeño chisme el sábado se ha hecho tedioso. La semana
pasada estuve viendo la serie Cañas y
Barro que han repuesto en La2. Ahora estoy siguiendo Fortunata y Jacinta y, entre medio, he visto algo soberbio: Los gozos y las sombras. No sé cómo
andarán las cosas por Netflix, pero vivo un regreso al pasado. Dentro de mis
limitadas posibilidades cinematográficas anoche he vuelto a ver Jezabel. Que
está de rotunda actualidad. También acaban confinados en sus casas por la peste
amarilla. Solo que allí levantan barricadas en las carreteras y disparan al que
se salta la cuarentena. La película, desafortunadamente, se me confunde, en un
delirio extraño, con el patio y con la ventana. Al final, Bette Davis que es orgullosa
y testaruda como Marichelo –aunque a ésta, la pobre, la apuntan todavía menos
virtudes- para redimir sus pecados se marcha de Orleans en un carro a la UCI de la época, de 1852, con
el amor de su vida, Henry Fonda, para salvarlo de la fiebre. Lo malo es que en
el exilio del lazareto no hay respiradores, solo el desahucio.
Las pestes han existido siempre y empiezo a pensar que quizá estamos
todos demasiado histéricos. Pero seguramente mañana también pensaré lo
contrario. Después de treinta y seis días de encierro me empiezan a abrumar mis
propias contradicciones.