Todas las familias de las novelas clásicas suelen tener una tía monja.
La única pariente que yo tengo es una rotunda excepción, un explosivo
personaje de realismo mágico. Así que en casa de las Agüero hace tiempo que adoptamos
a sor Carmela. Es increíble la cantidad de energía y determinación que cabe en
un ser de proporciones tan diminutas. Nada más asomar, hace ya veinticuatro
años, por la puerta de casa fue bautizada como ‘hobbit’. Le fallan los pies, porque solo gasta un 36. Pero como nuestra
monja también es muy devota de Tolkien y tiene mucha retranca -amén de generoso
remango- aceptó el nombre y pasó hasta la cocina. –se acopló a la familia con tanta
devoción y naturalidad que parecía que siempre hubiese estado allí. Aguantando
una vela en el bautizo de Rodrigo, dirigiendo el coro en la comunión de Julia, sirviendo
la sopa en la mesa el día de Reyes, en la playa, de excursión en el monte. La tía
monja se asoma en todas las fotografías de nuestro álbum familiar. En la de la boda
de Bego, incluso, sale en el medio, entre los novios, como una niña de arras.
La verdad es que nuestra sor no da el perfil de monjita de las
ficciones narrativas. Nos ha salido algo rebelde, mandona y algunas cosas más que
luego se equilibran con ese ánimo siempre dispuesto a socorrer y ayudar. Su
principal cualidad son sus extraordinarias dotes de mando y organización. El
secreto es cómo transmite órdenes, con el ceño fruncido y un verbo enfático, concluyente.
Además, hace de todo. Lo mismo escribe la función de Navidad de la parroquia,
que conduce, practica una pedicura o pinta al óleo un bodegón.
Pero adoptar una tía monja es como sentar un pobre a la mesa. Porque todo
el ajuar de la casa o de tu propio armario lo encuentra adecuado y útil para
otros, para sus descamisados. Fenómeno descrito por la guasa de mi padre como ‘la tentación de la urraca’. Como es una
tía monja sin cuenta corriente le solíamos regalar, por sus aniversarios, una
recarga de la tarjeta del móvil y otra del bonobús que ella agradecía sinceramente.
Me he acordado de ella pensando en cuando se pusieron de moda los
retiros espirituales para laicos aburridos ya de cursos gastronómicos gourmet,
de catas de vino y puenting. Se aislaban en la mísera celda de un monasterio
para tratar de experimentar ascetismo. Algunos pasaron de esa mística de postal
a forocoches, donde al parecer se desahogan los cuñados de España. En realidad,
muchos de los que pagaron por habitar una celda desnuda sin televisión ni
internet hoy están echando pestes desde el primer día de confortable
confinamiento con Netflix, colchón viscoelástico y despensas llenas.
La sor me ha comunicado esta mañana, en
conversación telefónica, las novedades del convento que, en realidad, es un
geriátrico más, puesto que nuestra monja es la más joven y ya suma siete
décadas. Están en retiro total. Pero no espiritual, sino
simplemente doméstico. Como única novedad, cuando suenan las ocho campanadas
explota el júbilo en el convento y las monjas corren a las ventanas para cantar
‘Viva la gente’ a pleno pulmón. Han
tenido que adelantar media hora el horario de la oración, pero algunos días
empieza a oírse un poco antes las sirenas de los coches de policía y abandonan reclinatorios
y rosarios para salir a aplaudir. Las hermanas más mayores, de silla de ruedas,
están absolutamente desconcertadas por las inusuales estampidas.
Cuando colgué con la tía monja, he llamado a Petrita
para contárselo y así entretenerla un poco, porque ambas se conocen de coincidir
en la parroquia. Ella se ha interesado más por la historia de Rebeca y Damián. Me
ha explicado su parecer en una frase: “A
ese no le he visto yo nunca en misa”. Después me ha dicho que está con
escalofríos y que se va a meter a la cama para ver la novela. Me ha preocupado
un poco porque la conversación se ha hecho insólitamente breve y no ha
preguntado por Paco.
De haberlo hecho, le hubiese tenido que poner en
antecedentes de la repentina aparición esta mañana de su hija. Yo
no había acabado de desayunar cuando se han oído voces. El hijo de Matilde se
ha asomado y ha empezado a silbar. “Ha
venido la hija de Marichelo”. Chelita. La última visita fue en Nochebuena, no olvidamos la
fecha por el folklore familiar que hubo en la cena. “Algo muy gordo pasa para que haya venido ésta”, dice María.
El caso es que Chelita -que en su día fue novia
de Pepe, el de Conchita- no suele visitar a sus padres y su llegada hoy
sorprende mucho más, dado que ha necesitado burlar el estado de alarma que,
dicho sea de paso, tampoco mis vecinos precisamente respetan a rajatabla. Hoy, además,
libra Purita, y está tendiendo la colada de mascarillas. Se asoma al patio con
una puesta. Gesto que Emilio se ha apresurado a alabar. Dice que esta noche
propondrá al comité vecinal que se decrete el uso obligatorio de mascarillas y guantes
en el patio –entre ventanas próximas- y en todos los desplazamientos ‘intracomunitarios’.
Le gustan tanto los palabros que estará disfrutando con el binomio, con la jitanjáfora. que estrenamos ayer: “desescalada asimétrica”. Ante
tal estigma corramos al refugio del diccionario
glíglico, del fascinante pentagrama literario de Rayuela. Pero a Emilio le encantan
esas ocurrencias, esas transversalidades semánticas.
Chelita llegó, discutió y se marchó. Tres movimientos que son
tres interrogantes. ¿Por qué vino?, ¿de qué discutió? y ¿A dónde se fue? El
hijo de Matilde, vecino de rellano, dice que la madre se ha echado a llorar en
brazos de la hija, pero que después de un rato de conversación ininteligible,
ha empezado a gritar reproches a Chelita acusándola de estar de parte de su
padre.
La hija ha intentado llevarse algunas cosas de Paco, se supone que para
entregárselas, y ha habido una verdadera batalla de bofetadas y empujones. “Lo sé porque salí al descansillo y empecé a
tocar su timbre”, relató. “¿Con
guantes?”, interrumpió Emilio. “Sí,
con los de fregar. Cesaron los golpes y al poco salió la hija, con el pelo
revuelto y llorando”, continuó. “Esto
es intolerable”, bramó don Ramón. El loro empezó a gemir ‘Rrrrosi, rrrosi”.
Pero hete aquí que Paco no vive en casa de Chelita, quien
comparte piso con una compañera de oficina. No quiere decir dónde está su padre
por si su madre se presenta a montar una escena. Pero al menos intuimos, con
cierto nivel de certeza, que Paco ha dejado a Marichelo y que no piensa volver,
porque quiere llevarse sus cosas.
Ha pasado algo más. Los domingos Pulcro se atusa
el pelo, se pone pantalón con raya escrupulosamente planchada, camisa blanca,
corbata y chaqueta de punto azul. Así, con los zapatos brillantes, desentonan
aún más los guantes de jardinería. En lugar de mascarilla va embozado con un
pañuelo de seda negro con pequeños lunares blancos. El resultado conjunto es ciertamente
extravagante.
Pulcro se pone guapo porque los domingos come en casa de su hermana, que
vive dos manzanas más allá. Dandy se
queda siempre aquí lloriqueando hasta que regresa, arañando la puerta y
ladrando cada vez que sube y baja el ascensor. Pero hoy es domingo y Pulcro ha salido de casa acompañado por Dandy.
Nos ha parecido muy extraño hasta que por la
tarde, casi sin aliento, ha llegado don Ramón de tirar la basura en los
contenedores geográficamente más ajenos a nuestra comunidad, para así estirar
las piernas. De hecho todos los días sale de casa con una bolsa de basura como
salvoconducto. Sin recuperarse del sofoco
ha contado, con aliento entrecortado, que ha visto a Paco paseando a Dandy.
Fue acabar de hacer la revelación y nos asustó un
sonoro estrépito. Marichelo abrió la puerta de su jaula con la furia de una
leona. Volaron ropas, discos y libros hacia el suelo del patio. Pero el viento soplaba
en su contra y hacía revolotear las prendas más ligeras como frágiles mariposas
y algunas de ellas acabaron enredadas en nuestros tendales.
Hemos sentido una rabia
infinita, un tremendo desasosiego. Mirábamos en respetuoso silencio desde
nuestras ventanas. Damián la insultó. Y ella respondió al desafío con otro
improperio superlativo. De pronto, a mí también se me suicidó un calcetín. Repentinamente
resbaló la pinza del tendal y se precipitó al abismo en un ejercicio de sublime
solidaridad. Allí yace, junto a la ropa interior de Paco.