domingo, 19 de abril de 2020

DÍA 35: La tía monja



Todas las familias de las novelas clásicas suelen tener una tía monja. La única pariente que yo tengo es una rotunda excepción, un explosivo personaje de realismo mágico. Así que en casa de las Agüero hace tiempo que adoptamos a sor Carmela. Es increíble la cantidad de energía y determinación que cabe en un ser de proporciones tan diminutas. Nada más asomar, hace ya veinticuatro años, por la puerta de casa fue bautizada como ‘hobbit’. Le fallan los pies, porque solo gasta un 36. Pero como nuestra monja también es muy devota de Tolkien y tiene mucha retranca -amén de generoso remango- aceptó el nombre y pasó hasta la cocina. –se acopló a la familia con tanta devoción y naturalidad que parecía que siempre hubiese estado allí. Aguantando una vela en el bautizo de Rodrigo, dirigiendo el coro en la comunión de Julia, sirviendo la sopa en la mesa el día de Reyes, en la playa, de excursión en el monte. La tía monja se asoma en todas las fotografías de nuestro álbum familiar. En la de la boda de Bego, incluso, sale en el medio, entre los novios, como una niña de arras.  
La verdad es que nuestra sor no da el perfil de monjita de las ficciones narrativas. Nos ha salido algo rebelde, mandona y algunas cosas más que luego se equilibran con ese ánimo siempre dispuesto a socorrer y ayudar. Su principal cualidad son sus extraordinarias dotes de mando y organización. El secreto es cómo transmite órdenes, con el ceño fruncido y un verbo enfático, concluyente. Además, hace de todo. Lo mismo escribe la función de Navidad de la parroquia, que conduce, practica una pedicura o pinta al óleo un bodegón.
Pero adoptar una tía monja es como sentar un pobre a la mesa. Porque todo el ajuar de la casa o de tu propio armario lo encuentra adecuado y útil para otros, para sus descamisados. Fenómeno descrito por la guasa de mi padre como ‘la tentación de la urraca’. Como es una tía monja sin cuenta corriente le solíamos regalar, por sus aniversarios, una recarga de la tarjeta del móvil y otra del bonobús que ella agradecía sinceramente.

Me he acordado de ella pensando en cuando se pusieron de moda los retiros espirituales para laicos aburridos ya de cursos gastronómicos gourmet, de catas de vino y puenting. Se aislaban en la mísera celda de un monasterio para tratar de experimentar ascetismo. Algunos pasaron de esa mística de postal a forocoches, donde al parecer se desahogan los cuñados de España. En realidad, muchos de los que pagaron por habitar una celda desnuda sin televisión ni internet hoy están echando pestes desde el primer día de confortable confinamiento con Netflix, colchón viscoelástico y despensas llenas.

La sor me ha comunicado esta mañana, en conversación telefónica, las novedades del convento que, en realidad, es un geriátrico más, puesto que nuestra monja es la más joven y ya suma siete décadas. Están en retiro total. Pero no espiritual, sino simplemente doméstico. Como única novedad, cuando suenan las ocho campanadas explota el júbilo en el convento y las monjas corren a las ventanas para cantar ‘Viva la gente’ a pleno pulmón. Han tenido que adelantar media hora el horario de la oración, pero algunos días empieza a oírse un poco antes las sirenas de los coches de policía y abandonan reclinatorios y rosarios para salir a aplaudir. Las hermanas más mayores, de silla de ruedas, están absolutamente desconcertadas por las inusuales estampidas.

Cuando colgué con la tía monja, he llamado a Petrita para contárselo y así entretenerla un poco, porque ambas se conocen de coincidir en la parroquia. Ella se ha interesado más por la historia de Rebeca y Damián. Me ha explicado su parecer en una frase: “A ese no le he visto yo nunca en misa”. Después me ha dicho que está con escalofríos y que se va a meter a la cama para ver la novela. Me ha preocupado un poco porque la conversación se ha hecho insólitamente breve y no ha preguntado por Paco.

De haberlo hecho, le hubiese tenido que poner en antecedentes de la repentina aparición esta mañana de su hija. Yo no había acabado de desayunar cuando se han oído voces. El hijo de Matilde se ha asomado y ha empezado a silbar. “Ha venido la hija de Marichelo”. Chelita. La última visita fue en Nochebuena, no olvidamos la fecha por el folklore familiar que hubo en la cena. “Algo muy gordo pasa para que haya venido ésta”, dice María.

El caso es que Chelita -que en su día fue novia de Pepe, el de Conchita- no suele visitar a sus padres y su llegada hoy sorprende mucho más, dado que ha necesitado burlar el estado de alarma que, dicho sea de paso, tampoco mis vecinos precisamente respetan a rajatabla. Hoy, además, libra Purita, y está tendiendo la colada de mascarillas. Se asoma al patio con una puesta. Gesto que Emilio se ha apresurado a alabar. Dice que esta noche propondrá al comité vecinal que se decrete el uso obligatorio de mascarillas y guantes en el patio –entre ventanas próximas- y en todos los desplazamientos ‘intracomunitarios’. Le gustan tanto los palabros que estará disfrutando con el binomio, con la jitanjáfora. que estrenamos ayer: “desescalada asimétrica”. Ante tal estigma corramos al refugio del diccionario glíglico, del fascinante pentagrama literario de Rayuela. Pero a Emilio le encantan esas ocurrencias, esas transversalidades semánticas.

Chelita llegó, discutió y se marchó. Tres movimientos que son tres interrogantes. ¿Por qué vino?, ¿de qué discutió? y ¿A dónde se fue? El hijo de Matilde, vecino de rellano, dice que la madre se ha echado a llorar en brazos de la hija, pero que después de un rato de conversación ininteligible, ha empezado a gritar reproches a Chelita acusándola de estar de parte de su padre. 
La hija ha intentado llevarse algunas cosas de Paco, se supone que para entregárselas, y ha habido una verdadera batalla de bofetadas y empujones. “Lo sé porque salí al descansillo y empecé a tocar su timbre”, relató. “¿Con guantes?”, interrumpió Emilio. “Sí, con los de fregar. Cesaron los golpes y al poco salió la hija, con el pelo revuelto y llorando”, continuó. “Esto es intolerable”, bramó don Ramón. El loro empezó a gemir ‘Rrrrosi, rrrosi”.

Pero hete aquí que Paco no vive en casa de Chelita, quien comparte piso con una compañera de oficina. No quiere decir dónde está su padre por si su madre se presenta a montar una escena. Pero al menos intuimos, con cierto nivel de certeza, que Paco ha dejado a Marichelo y que no piensa volver, porque quiere llevarse sus cosas.

Ha pasado algo más. Los domingos Pulcro se atusa el pelo, se pone pantalón con raya escrupulosamente planchada, camisa blanca, corbata y chaqueta de punto azul. Así, con los zapatos brillantes, desentonan aún más los guantes de jardinería. En lugar de mascarilla va embozado con un pañuelo de seda negro con pequeños lunares blancos. El resultado conjunto es ciertamente extravagante.
Pulcro se pone guapo porque los domingos come en casa de su hermana, que vive dos manzanas más allá. Dandy se queda siempre aquí lloriqueando hasta que regresa, arañando la puerta y ladrando cada vez que sube y baja el ascensor. Pero hoy es domingo y Pulcro ha salido de casa acompañado por Dandy.

Nos ha parecido muy extraño hasta que por la tarde, casi sin aliento, ha llegado don Ramón de tirar la basura en los contenedores geográficamente más ajenos a nuestra comunidad, para así estirar las piernas. De hecho todos los días sale de casa con una bolsa de basura como salvoconducto. Sin recuperarse del sofoco ha contado, con aliento entrecortado, que ha visto a Paco paseando a Dandy.
Fue acabar de hacer la revelación y nos asustó un sonoro estrépito. Marichelo abrió la puerta de su jaula con la furia de una leona. Volaron ropas, discos y libros hacia el suelo del patio. Pero el viento soplaba en su contra y hacía revolotear las prendas más ligeras como frágiles mariposas y algunas de ellas acabaron enredadas en nuestros tendales. 
Hemos sentido una rabia infinita, un tremendo desasosiego. Mirábamos en respetuoso silencio desde nuestras ventanas. Damián la insultó. Y ella respondió al desafío con otro improperio superlativo. De pronto, a mí también se me suicidó un calcetín. Repentinamente resbaló la pinza del tendal y se precipitó al abismo en un ejercicio de sublime solidaridad. Allí yace, junto a la ropa interior de Paco.