Cuántas costumbres se han reivindicado ahora con el valor de la
inutilidad. Cuántas pamplinas, cuántos dramas absurdos. He pasado la noche casi en vela, con
los ojos abiertos, ciegos, invocando al sueño con la imagen de mi vecina
Petrita, camino del hospital, prendida de la retina. La oscuridad convoca sombras
y, ésta, temores e incertidumbres. Cuando se mira demasiado lejos, cuando se
abren demasiados interrogantes tiembla el desasosiego. Me pregunto cómo será el
final. Y entonces, para disipar la angustia vuelvo a lo inmediato e intento
convocar un pensamiento plácido. Quizá la vida no tiene más sentido que en mañana.
Después, la claridad que penetra por el último hilo de la persiana va diluyendo
el negro en matices más grises. Esa grieta dibuja los contornos de los muebles
y proyecta algunas sombras en las paredes. La mirada se va a acostumbrando y
cada vez estamos menos ciegos en esa noche de sombra.
Al fin, el amanecer vence a la noche y los fantasmas de siluetas amenazantes
se desintegran como marionetas desarmadas, una arruga en la alfombra, la llave
en el armario, la camisa sobre la silla.
Desayuno café y zumo en la cocina, con la ventana abierta al patio.
Purita ha salido pronto a trabajar, la he visto abrocharse la chaqueta y
despedirse de su madre con un beso. Ayer, mientras Damián rescataba las pertenencias
de Paco, Marcihelo tiró al patio algunas cosas más, que esta vez estallaron en
pedazos. Un cenicero roto, una botella hecha añicos y la maqueta de un
barco hecha astillas. He llamado al hijo de Petrita. Tiene un catarro muy
fuerte y respira con mucha dificultad, pero no tiene el virus. Al parecer,
esta mañana ha pedido sobao para desayunar y se ha lamentado de lo mal que tiene el pelo. Me entero
de que tiene 93 años, “pero ella no hace
más que repetir que es mentira, que solo son 89”, me cuenta el señor. Petrita
volverá.
Al poco, alguien desde el portal empieza a hacer sonar los timbres de
los pisos. Se levantan los telefonillos y el señor de la limpieza -que veo que sigue en su puesto como servicio esencial- nos pregunta
qué hacen en su portería las cosas de Paco. Enseguida oigo la voz de Emilio
llamando a Damián por el patio. Tarda en responder con un hilo de voz extrañamente débil. De frente veo el rostro
sorprendido de Emilio. La voz del platas viene
de arriba y, enfrente, Conchita y Pepe se dan codazos cómplices. De repente, se
precipita una catarata de reacciones. “Dice
Pulcro que él se ocupa de llevarle las cosas a Paco”, musita quedamente.
Pero el patio ya no quiere seguir el hilo de Paco porque rezuma de alborozo tras
escuchar hablar a Damián desde la cocina de Rebeca.
No sé si su historia superará este extraño confinamiento o si será
efímera, como los romances adolescentes de campamento, como un amor de
temporada. O tal vez sea el comienzo de una primavera impetuosa que no se
detendrá cuando caigan las cerraduras. Voy
por las calles tan contenta y no llevo encima nada más que tu nombre, versó
Gloria Fuertes. Rebeca repetía el de Damián solo por el placer de escucharlo. Hace
días que respondía a cada frase suya con risita complaciente, como si cada vez
que el platas abre la boca solo ella fuese capaz de descifrar un código. El platas dice en el patio “igual
llueve” y Rebeca siente que le manda un beso. Ella se sonrojaba con frecuencia
y se pasaba las tardes en la ventana fingiendo tomar el sol con los ojos
entrecerrados, vigilando su presencia. Si Damián se asomaba, empezaba a canturrear y se tocaba el pelo, lo levantaba en una coleta y después
lo dejaba caer sacudiendo la cabeza a los lados.
Me siento un poco Cupido por aquel arranque que tuve hace días de
hacerlos coincidir en los turnos de azotea que, dicho sea de paso, son todo un
éxito de asistencia. Me divertía decidir con ella qué ropa se pondría para
subir a la terraza. Ella pensó en llevar un vestido de verano, pero aquel
primer día todavía hacía frío. Al final, el que se arregló mucho fue él. “Ahí quedaron las cartas descubiertas”,
sentenció la pobre Petrita cuando se lo conté. Colonia, camisa inmaculada,
zapatos brillantes. Rebeca estuvo a punto de darse la vuelta y ponerse el
vestido y los tacones.
La siguiente noche él subió una manta, la extendió en el
suelo y sin decirse una palabra se sentaron sobre ella, sin rozarse ni mirarse.
Esa noche Rebeca no durmió y el día lo pasó tumbada en la cama escuchando el
disco de Loquillo. Me dijo en un mensaje que estaba en “efervescencia”.
La
tercera noche ella quiso que se sacaran una fotografía. Ahí ya lo vimos claro,
porque Rebeca disparó una ráfaga y salieron veintitrés. En ninguna miraban a la
cámara.
El cuarto turno de azotea fue una rotunda confirmación. Estuvieron
debajo de la lluvia, compartieron el mismo paraguas. Ella padeció al día
siguiente otro episodio de éxtasis, de ensoñación.
Después vinieron los duelos musicales. Él desayunaba con una canción,
cuando se terminaba ella ponía otra. Pura, Conchita y yo nos divertíamos
descifrando las letras, algunas en inglés, para averiguar qué se estaban
diciendo. Ellos ya habitaban una burbuja propia que les aislaba de nosotros.
“El amor en tiempos del coronavirus”, bromeó incluso don Ramón. Petrita y las
Pérez, al no compartir patio, tenían que informarse por nuestras confidencias
que, en mi caso, aun teniendo algunas certezas, me reservé el secreto. Resultó
que fui más cauta que los propios protagonistas. Ayer se besaron en la terraza
–lo intuyo por el regocijo de la confesión de las Pérez- y hoy su voz en la
ventana de Rebeca bautiza la relación.
En realidad, yo ya tenía experiencia como Cyrano. Porque tuve una amiga
a quien, con indesmayable rutina, un
anónimo camuflado como Ricardo Reis le
enviaba cartas de amor al correo electrónico. Ella no tenía mucha inclinación
por la narrativa lírica y las descifraba con dificultad, tomando al pie de la
letra su lectura. Así que los mensajes de Ricardo Reis, rechazados con pasmosa
indiferencia por su destinataria, aterrizaban en mi ordenador. El enamorado
anónimo declaraba un amor férvido, arrebatado de ardientes epítetos. Mi amiga
me convenció para que yo iniciase en su nombre una relación epistolar. Así que
un día empecé a responderle. Él escondido en Ricardo Reis, y yo metida en la
piel de la pretendida profesora. Fui contestando todas sus cartas. Yo las
redactaba, y ella las firmaba y las enviaba desde su correo. Mi amiga acabó
absolutamente seducida por Ricardo Reis. Y yo cada vez ponía más de mi parte
para no defraudar aquella artillería retórica melosa y enamorada.
Hasta
que un día el verbo se hizo carne y no volvió a asomarse a la
pantalla de mi ordenador. Invitó a cenar a la profesora. Ella acudió a la cita,
pero se convirtió en calabaza antes de medianoche. Las cartas de amor se
interrumpieron abruptamente cuando la realidad reventó el ensueño.
A veces
me tropiezo por Santander con Ricardo Reis y me empaña un pudor amargo,
extraño. Ni siquiera me conoce, pero nos une el vínculo de una secreta
intimidad. Aunque él nunca llegue a saberlo.