Nunca me han gustado los miércoles porque no son ni final ni comienzo,
son un limbo. Como el vaso medio lleno o medio vacío. Un punto de inflexión
donde el optimista ve vencida la semana y el pesimista lamenta que todavía
resta la mitad. Uno puede concebir en la misma proporción la alegría o la
fatalidad. Creo que nunca me ha pasado nada interesante en miércoles, porque es
una fecha de tránsito. Los lunes empieza la semana, los viernes se acaba. Los
sábados se mudan las sábanas y se hace la compra, los domingos la colada. Me
lavo el pelo martes y viernes. Pero nada ocurre en miércoles y, además, en mi
pensamiento siempre aparece como un día amarillo, color que tampoco me resulta
simpático.
A mí no me gustan los miércoles porque están en el medio. Y yo no soporto
la indiferencia. Hoy, por ejemplo, acabo de leer que han condenado a una
diputada por resistirse hace tiempo a un desahucio. Salvando la singularidad
del caso, se me ocurre que a lo mejor también nos tenían que haber condenado a
los que nunca tratamos de impedir ninguno. Habida cuenta de que, después,
múltiples sentencias han anulado los abusos hipotecarios que nos hacían firmar
y pagar las entidades bancarias. Ante algunas circunstanciales vitales el
pecado es la obediencia.
Así que el desayuno del miércoles alimenta mi indignación. No sé,
tampoco, si la anterior crisis se puede dar por superada, si todo el mundo alcanzó,
al fin, a ver aquella tierra prometida de brotes verdes. Me temo que no se
consiguió sofocar radicalmente aquel estado de malestar. Entonces, los muertos
no eran ni siquiera una cifra. No había –como ahora- un contador de víctimas,
de los desahuciados que se tiraban por la ventana cuando llegaba la comitiva
judicial a proceder al alzamiento. Esta vez, al menos, no nos echan la culpa
del contagio. Entonces, sí. Trataron de convencernos de que la culpa era
nuestra, por haber querido vivir por encima de nuestras posibilidades. Las víctimas
señaladas como culpables. Esta vez, de momento, nadie nos acusa de haber
provocado la pandemia. Y, además, todo está perfectamente cuantificado.
La verdad es que estaba tan indignada como para soltar una arenga por la
ventana. Ahora entiendo lo terapéutico que le resulta a don Ramón soltar sus disparatados
discursos. Anoche, por ejemplo, se apareció en la ventana a las once y media.
Carraspeó varias veces y empezó una disertación defendiendo el derecho de los
mayores a salir de casa antes que los niños. “Nos queda menos tiempo de vida y no lo podemos desperdiciar aquí
metidos”, razonó. A las doce menos diez Emilio pidió silencio y un cuarto
de hora más tarde interrumpió la mujer del orador, María, con imponente remango
“calla ya que estás haciendo el ridículo”.
“Gracias por el aviso, señora presidenta,
ya voy concluyendo”, respondió ceremoniosamente don Ramón.
Me hubiese fumando hasta un cigarrillo. Pero después de descartar ambas
posibilidades, lo cual indica que todavía me queda juicio, he optado por aplacar
los malos humos con actividad. Me he puesto a limpiar cristales. Al principio con
tanta furia que hasta les he hecho temblar. Pero poco a poco ha regresado la
calma. Después he hecho inventario del material de protección. Me quedan solo tres
guantes. Me he preocupado, en primer lugar por lo insólito del impar, y después
también porque no sé cómo conseguir más. Hoy viene Telepollo, el servicio a
domicilio de provisiones, pero mi hermana dice que están agotados en los
supermercados. Al final voy a tener que reciclarlos, como mi vecino Salvador que
les mete en lejía al llegar a casa y les pone a secar en el tendal. Dice que
estamos intoxicando el planeta con tanto plástico.
Pulcro, en cambio, siempre lleva los mismos guantes de jardinería. He visto
que les lava los domingos, cuando vuelve de casa de su hermana. Los pone a
secar en el tendal, colgados del pulgar como las Revilletas que, aquí, todavía
no han llegado a los buzones.
Pulcro es el que más sale, todos los días con el perro y al pan
por los menos. Así que también nos sube la correspondencia que rebosa de
nuestros buzones. De camino hasta su piso nos va dejando las cartas en los
felpudos. Yo abro la puerta y con la punta del pie las meto debajo. Voy
acumulando remesas hasta que calculo que se han muerto los virus.
Pero hoy cuando Pulcro ha subido por la escalera ha tocado el timbre de
mi puerta. Al abrir he visto que me hablaba desde la distancia, porque ya
estaba a mitad del siguiente tramo de escaleras. Resulta que se me había
olvidado que soy la presidenta de la comunidad. Bueno, para ser exactos lo es
mi hermana Begoña, porque yo al enterarme de la obligada designación sufrí un
ataque de ansiedad. Lo primero que hizo fue instaurar la democracia, porque
aquí invocando a no sé qué cuento de los porcentajes de propiedad, mandaban las
fuerzas vivas. Solo tres vecinos con pedigrí. Pero la llegada de mi hermana a
la presidencia fue como el triunfo de Felipe en el 82. Mítico. Esperemos, eso
sí, que tenga mejor pronóstico que el jarrón de porcelana china.
Miré a Pulcro con cierto
escepticismo. Emilio, la eminencia vecinal, ha dado un golpe de estado en el
patio y ha asumido el control de la comunidad. Don Ramón preside ahora el nuevo
soviet, denominado comité vecinal. Pero, en fin, reconozco que el gobierno
legítimo del número 8 sigue en manos del tercero izquierda así que me dispongo
a escuchar.
Pulcro viene a informarme oficialmente del paradero de Paco. Y yo soy toda oídos.
Me notifica su nueva dirección para que, en adelante, le hagamos llegar los
asuntos de la comunidad. Estuve a punto de decir que yo no soy de sellos, que
me basta con una dirección virtual. Pero reaccioné a tiempo con el silencio y
así tuve la oportunidad de enterarme.
Paco está viviendo en la trastienda de su negocio. “No le falta de nada”, asegura entusiasta Pulcro. Normal -pienso yo- su problema era lo que le sobraba. Recuerdo
vagamente el habitáculo porque Pili, de pequeña, siempre pasaba a saludar a
Paco a sabiendas de que tendría alguna golosina. Había un sillón, una mesa
camilla con faldas y tapete de ganchillo, estanterías atiborradas de género y
un pequeño aseo. Lo único que falta es un hornillo, así que lleva varios días
alimentándose a latas de sardinillas y atún, fruta y bocadillos.
Mientras Pulcro habla yo hago un esfuerzo por recordar su nombre. Son
tantos años sin llamarle, porque en realidad hasta ahora era vecino de hola y
adiós, que ahora solo se me aparecen los apellidos. Así que en una réplica
introduzco un “perfecto, señor Castaño”.
Lo más interesante es que Pulcro
se ha convertido en el insospechado cómplice de la huida. Todas las tardes, de
seis a ocho, le visita en la tienda. Toman unas cervezas, que previamente compra
en el supermercado, y echan una partida a la flor. Me he quedado pasmada porque
a la timba clandestina también acuden otros dos señores. “Por discreción, me reservo los nombres”, proclama pomposamente, lo
cual me deja más estupefacta. Más por la facilidad con la que burlan el estado
de alarma que por la identidad de los jugadores.
La conversación con Pulcro se
acaba. Ha sido la más larga que recuerdo.
Después he llamado para interesarme por Petrita y he podido, con gran
alivio, hablar con ella. Me pregunta primero por Rebeca y Damián, después por
Paco. Increíblemente desde la cama del hospital y con el oxígeno tiene
información de primera mano.
Ha sido gracioso. Las Pérez han llamado a Correos porque se les ha ocurrido
poner un telegrama de ánimo a Petrita. Les han dicho que no se puede por el
estado de emergencia. “Por eso llamamos”
–respondió Juani con candorosa determinación- “es una emergencia de nuestra amiga, que está ingresada”. Un poco
airadas por el contratiempo han llamado al hijo de Petrita y, para su sorpresa,
les ha pasado directamente con la madre. Se han emocionado muchísimo. Tanto que
a Petrita le subió la tensión y le dio la tos. “Que mal rato pasé, pero no quería colgar”, me dice.
Cualquiera diría que sigue asomada a la ventana de su casa porque
enseguida me ha explicado que Marichelo se ha venido abajo y ha llamado a
Matilde para desahogarse. Al parecer, quiere hacer las paces con Paco y le ha
pedido que haga de intermediaria. Ella se ha negado y Marichelo ha colgado
enfadada.
Me asomo al patio. Ya declina el día. Hace un aire frío y he vuelto a
ponerme el jersey de cuello alto. Son más de las nueve. Mientras hago la cena
veo de frente la ventana de Conchita y Pepe. Están sentados a la mesa, en
silencio. Ella con la cabeza baja. Él la mira a ella, extiende el brazo y la
agarra la mano. Con la otra se seca las lágrimas. “Ya ha pasado la mitad de la semana y no te llaman”, dice ella,
vencida. “Todavía quedan días”,
responde él. Los miércoles, siempre en el medio.