jueves, 23 de abril de 2020

DÍA 39: El silencio



Creo que cuando esto se acabe voy a echar de menos el silencio. Es lo que más me complace. Ahora el tiempo transcurre sin horas, porque de alguna manera el ruido es una especie de reloj que se ha detenido. Y su ausencia hace que se confunda la tarde con la mañana.

Antes de este tiempo de silencio yo podía adivinar las horas del día con los ojos cerrados. La máquina de limpiar las calles me desvelaba cada noche, sobre las tres y media de la mañana. Me levantaba entonces al baño, y detrás de las cortinas percibía las ráfagas de su luz amarilla intermitente. Aun entre las sábanas sabía que eran las siete y veinte cuando oía despertarse el ascensor y adivinaba, en la distancia de sus crujidos, los pisos por los que iba palpitando en su descenso al portal. Antes ya se habían despertado las gaviotas, inquietas con el primer rayo de luz, y empezaban a chillar volando en círculos en el cielo.

Escuchaba, más tarde, a las ocho menos cuarto, salir a Pura. Reconocía el compás de sus tacones por la escalera. Sabía, incluso, si ya eran y cuarto porque entonces bajaba mucho más veloz. Rebeca siempre deprisa, canturreando. Oía subir la persiana del bar, y luego –más tarde- la del garaje que chirriaba con estrépito y grima. El propietario empezaba a hablar a voces, con encendido volumen. Desde mi piso con la ventana cerrada puedo seguir –por desgracia- la mayoría de sus conversaciones.
Mientras desayuno en la cocina escucho prender el mechero a Damián y siento cómo aspira el humo del primer cigarro de la mañana. Se dispara con un clic el pan de mi tostador. Pulcro saca a la calle a Dandy, percibo su correteo y la alegría de sus ladridos cortos, como pequeños gorgoteos. Abren las tiendas del resto de calle, se saludan los comerciantes en la acera. Enciende la radio don Ramón, mi vecino de patio. Puntualmente, a las diez, escuchaba el áspero rumor de la escoba sobre la acera. Enciende Marichelo la televisión. Suena la lavadora de Matilde. La calma de mediodía, las conversaciones de vermú en la puerta del bar. Silba el ferry a lo lejos para despedirse de Santander.
El silencio de la madrugada, el bullicio de la actividad comercial, el vacío de la hora de comer… ya no existe ese tiempo. Ahora todo es un continuo rumor, un suave susurro. El paso de un coche por la calle resulta extrañamente fuerte. Si ladra un perro nos asomamos a mirar. Y el hilo de una conversación nos sorprende a todos y nos mantiene alerta porque, desde la acera, se escucha detrás de los cristales con desacostumbrada nitidez.
Además del ruido también ha ido cediendo la angustia, en la certidumbre de que un día será igual a otro y que nada lo perturbará. Esta mañana me desperté y ya no pensé que estaba encerrada. No me acordé. No pienso en salir. Me inquieta más tener que volver al barullo.

Lo único que perturba el silencio son las noticias del exterior. Ahora que estamos todos confinados leo –esperpéntica paradoja- que en Soto del Real proponen conceder la semilibertad a Rodrigo Rato. También que un señor, el gobernador de Nairobi, reparte coñac entre los ciudadanos como antídoto contra el coronavirus. Como las hermanas mayores de Petrita en la gripe del 18, pienso estupefacta. Solo falta que mojen un sobao.

Petrita está mucho mejor. Tenía mucha tos y una fatiga tremenda, por lo débil además que tiene el corazón. El oxígeno la favorece, parece ser que eso y el tratamiento la mantienen en permanente excitación. Ahora dice que se quiere comprar un pájaro y no acepta que la venta de canarios no es un servicio esencial. La echamos de menos, sobre todo cuando en la catedral tocan al ángelus y ella no sale a la ventana aplaudiéndose a sí misma, para recibir nuestros saludos.

Hoy la chica morena del moño que se hace selfies por la ventana ha hablado con los niños de los aviones de papel. Les ha preguntado, desde la distancia, si tienen ganas de salir de casa. Han dicho que no, porque no les dejan ir al parque. Esta mañana se han entretenido amarrando uno de sus pájaros de colores al extremo un cordel fino y lo hacen descender con enorme destreza por el balcón. El avión sube y baja delante de las pocas personas que pasan por la acera para regocijo de los niños. Cuando ha pasado Pulcro le ha golpeado de un manotazo y el cordel se resbaló de la mano del niño. Quedó allí en el suelo. Dandy lo olfateó con interés y acabó corriendo detrás de Pulcro cuando éste ya alcanzaba la puerta de la panadería.
Los niños han estado mirando hacia abajo y cuchicheando entre ellos. Después de un rato ha salido del portal uno de ellos, camuflado en un disfraz de Batman que le cubre la cabeza, mientras su madre le reñía desde el balcón con airados ademanes. De una carrera ha cogido la cuerda y ha vuelto a casa. Me ha hecho reír. Después de un rato se ha vuelto a asomar para amarrar más aviones al cordel.

El viento se ha llevado uno de los cebos y lo ha hecho volar hasta el balcón de barandillas blancas. El otro día una hermana Ruten se llevó un susto mayúsculo. Siempre espera a que se haga de noche para bajar la basura, justo antes de que pase el camión de recogida. Les horroriza que alguien pueda husmear en sus desperdicios. Rebeca siempre bromea con su apellido: Las Ruten descuartizadoras. En realidad, no sabemos a qué responde ese temor. El caso es que Melita Ruten fue a echar la basura y se le apareció Darth Vader de frente con el mismo propósito. La señora empezó a gritar histérica y se encendieron las luces de casi todas las casas de la calle. Ella, para defenderse, había lanzado su bolsa de basura sobre Darth Vader, que se quitó la máscara y emergió la cara de susto de un chaval. El caso es que mientras las fuerzas del mal huían a todo correr,  Melita Ruten seguía increpando a voces: “¡sinvergüenza, ladrón!” sin moverse del contenedor. Cuando Darth Vader desapareció en la oscuridad de su portal, la señora recogió su basura y la echó al contenedor. Después volvió a casa y vigiló detrás del visillo hasta que pasó el camión. Entonces se apagó la luz y regresó el silencio.
Me quedo en el salón. Solo se oye el susurro del viento que hace aletear quedamente la persiana. Rescato el móvil de su confinamiento en el costurero. Me conecto a la realidad y veo que hoy, 23 de abril, media España me recomienda la lectura del Quijote. Mañana, ya se les habrá pasado la efervescencia. Pili me manda una noticia. Muere un delfín tras vivir en soledad durante dos años en un acuario abandonado. Dicen que los delfines se parecen mucho a los seres humanos. Cuántas personas han corrido la misma suerte. En medio de tanto barullo también hay personas que  mueren en silencio, que puede ser también una prisión de soledad y derrota. Yo misma, a veces caigo en la tentación de salir a la ventana para comprobar que todo sigue fluyendo, que no estoy sola, ni dormida.