Creo que cuando esto se acabe voy a echar de menos el silencio. Es lo
que más me complace. Ahora el tiempo transcurre sin horas, porque de alguna
manera el ruido es una especie de reloj que se ha detenido. Y su ausencia hace
que se confunda la tarde con la mañana.
Antes de este tiempo de silencio yo podía adivinar las horas del día con
los ojos cerrados. La máquina de limpiar las calles me desvelaba cada noche,
sobre las tres y media de la mañana. Me levantaba entonces al baño, y detrás de
las cortinas percibía las ráfagas de su luz amarilla intermitente. Aun entre
las sábanas sabía que eran las siete y veinte cuando oía despertarse el
ascensor y adivinaba, en la distancia de sus crujidos, los pisos por los que
iba palpitando en su descenso al portal. Antes ya se habían despertado las
gaviotas, inquietas con el primer rayo de luz, y empezaban a chillar volando en
círculos en el cielo.
Escuchaba, más tarde, a las ocho menos cuarto, salir a Pura. Reconocía el
compás de sus tacones por la escalera. Sabía, incluso, si ya eran y cuarto
porque entonces bajaba mucho más veloz. Rebeca siempre deprisa, canturreando. Oía
subir la persiana del bar, y luego –más tarde- la del garaje que chirriaba con
estrépito y grima. El propietario empezaba a hablar a voces, con encendido
volumen. Desde mi piso con la ventana cerrada puedo seguir –por desgracia- la
mayoría de sus conversaciones.
Mientras desayuno en la cocina escucho prender el mechero a Damián y
siento cómo aspira el humo del primer cigarro de la mañana. Se dispara con un clic el pan de mi tostador. Pulcro saca
a la calle a Dandy, percibo su correteo
y la alegría de sus ladridos cortos, como pequeños gorgoteos. Abren las tiendas
del resto de calle, se saludan los comerciantes en la acera. Enciende la radio don
Ramón, mi vecino de patio. Puntualmente, a las diez, escuchaba el áspero rumor
de la escoba sobre la acera. Enciende Marichelo la televisión. Suena la
lavadora de Matilde. La calma de mediodía, las conversaciones de vermú en la
puerta del bar. Silba el ferry a lo lejos para despedirse de Santander.
El silencio de la madrugada, el bullicio de la actividad comercial, el
vacío de la hora de comer… ya no existe ese tiempo. Ahora todo es un continuo
rumor, un suave susurro. El paso de un coche por la calle resulta extrañamente
fuerte. Si ladra un perro nos asomamos a mirar. Y el hilo de una conversación
nos sorprende a todos y nos mantiene alerta porque, desde la acera, se escucha
detrás de los cristales con desacostumbrada nitidez.
Además del ruido también ha ido cediendo la angustia, en la certidumbre
de que un día será igual a otro y que nada lo perturbará. Esta mañana me desperté
y ya no pensé que estaba encerrada. No me acordé. No pienso en salir. Me
inquieta más tener que volver al barullo.
Lo único que perturba el silencio son las noticias del exterior. Ahora
que estamos todos confinados leo –esperpéntica paradoja- que en Soto del Real
proponen conceder la semilibertad a Rodrigo Rato. También que un señor, el
gobernador de Nairobi, reparte coñac entre los ciudadanos como antídoto contra
el coronavirus. Como las hermanas mayores de Petrita en la gripe del 18, pienso
estupefacta. Solo falta que mojen un sobao.
Petrita está mucho mejor. Tenía mucha tos y una fatiga tremenda, por lo
débil además que tiene el corazón. El oxígeno la favorece, parece ser que eso y
el tratamiento la mantienen en permanente excitación. Ahora dice que se quiere
comprar un pájaro y no acepta que la venta de canarios no es un servicio esencial.
La echamos de menos, sobre todo cuando en la catedral tocan al ángelus y ella
no sale a la ventana aplaudiéndose a sí misma, para recibir nuestros saludos.
Hoy la chica morena del moño que se hace selfies por la ventana ha hablado con los niños de los aviones de
papel. Les ha preguntado, desde la distancia, si tienen ganas de salir de casa.
Han dicho que no, porque no les dejan ir al parque. Esta mañana se han entretenido
amarrando uno de sus pájaros de colores al extremo un cordel fino y lo hacen
descender con enorme destreza por el balcón. El avión sube y baja delante de
las pocas personas que pasan por la acera para regocijo de los niños. Cuando ha
pasado Pulcro le ha golpeado de un manotazo y el cordel se resbaló de la mano
del niño. Quedó allí en el suelo. Dandy
lo olfateó con interés y acabó corriendo detrás de Pulcro cuando éste ya
alcanzaba la puerta de la panadería.
Los niños han estado mirando hacia abajo y cuchicheando entre ellos. Después
de un rato ha salido del portal uno de ellos, camuflado en un disfraz de Batman que le cubre la cabeza, mientras
su madre le reñía desde el balcón con airados ademanes. De una carrera ha
cogido la cuerda y ha vuelto a casa. Me ha hecho reír. Después de un rato se ha
vuelto a asomar para amarrar más aviones al cordel.
El viento se ha llevado uno de los cebos y lo ha hecho volar hasta el
balcón de barandillas blancas. El otro día una hermana Ruten se llevó un susto
mayúsculo. Siempre espera a que se haga de noche para bajar la basura, justo
antes de que pase el camión de recogida. Les horroriza que alguien pueda husmear
en sus desperdicios. Rebeca siempre bromea con su apellido: Las Ruten
descuartizadoras. En realidad, no sabemos a qué responde ese temor. El caso es
que Melita Ruten fue a echar la basura y se le apareció Darth Vader de frente con el mismo propósito. La señora empezó a
gritar histérica y se encendieron las luces de casi todas las casas de la
calle. Ella, para defenderse, había lanzado su bolsa de basura sobre Darth Vader, que se quitó la máscara y emergió
la cara de susto de un chaval. El caso es que mientras las fuerzas del mal
huían a todo correr, Melita Ruten seguía
increpando a voces: “¡sinvergüenza,
ladrón!” sin moverse del contenedor. Cuando Darth Vader desapareció en la oscuridad de su portal, la señora
recogió su basura y la echó al contenedor. Después volvió a casa y vigiló
detrás del visillo hasta que pasó el camión. Entonces se apagó la luz y regresó
el silencio.
Me quedo en el salón. Solo se oye el susurro del viento que hace aletear
quedamente la persiana. Rescato el móvil de su confinamiento en el costurero.
Me conecto a la realidad y veo que hoy, 23 de abril, media España me recomienda
la lectura del Quijote. Mañana, ya se les habrá pasado la efervescencia. Pili
me manda una noticia. Muere un delfín tras vivir en soledad durante dos años en
un acuario abandonado. Dicen que los delfines se parecen mucho a los seres
humanos. Cuántas personas han corrido la misma suerte. En medio de tanto
barullo también hay personas que mueren en
silencio, que puede ser también una prisión de soledad y derrota. Yo misma, a
veces caigo en la tentación de salir a la ventana para comprobar que todo sigue
fluyendo, que no estoy sola, ni dormida.