La vida era muy hermosa y entonces nos tuvimos
que encerrar, dice
la canción que los Rolling han dedicado al coronavirus. Parece que el
confinamiento ha creado un 'post consenso' -que diría mi ilustrado vecino Emilio- sobre qué bello era vivir en
emergencia climática y no sanitaria. Con el planeta pidiendo clemencia, los
sueldos pequeños, los trabajos precarios y el drama de los emigrantes hacinados
en fronteras y campamentos. Con la luz y los alquileres por las nubes que ahora
vemos pasar desde la ventanas, como trenes que perdemos.
Mi madre era de esas personas que adivinaban formas en las nubes, pero
también veía siluetas en las baldosas del suelo, en el fondo de una cazuela y
en una alfombra. Un día supimos que tal inclinación tiene un bautismo
complicado. Pareidolia. Las hermanas Agüero no aspiramos a un Nobel pero queremos
dejar constancia de nuestro descubierto: es un delirio genético, porque mi
sobrina Julia padece idéntica propensión. Es levantar la mirada al cielo y
ensimismarse en la fantasía de los contornos; entrar en trance, en una especie
de éxtasis que empieza a desatar una peculiar caravana en las nubes. Un hombre
de prominente nariz y barba corre detrás de un caballo, que se va esfumando a trote ligero. Un
delfín que se transforma en cabeza de león y luego en caracola. Una trompeta se
hace flor y acaba por disiparse en cortina de lágrimas.
En mi familia leer nubes
es una fascinación irresistible, enfermiza, que se trasmite de abuelas a
nietas. Hoy no se pueden leer porque todo el cielo es humo, barnizado con el
color del hielo. La luz metálica difumina los contornos de las fachadas grises y
las confunde con las aceras y el horizonte. Todo cobra una esencia plomiza y
fría. Pero al abrir la ventana el paisaje deslumbra y el aire es cálido.
Palmira Ruten salió esta mañana de casa con ropa triste de color tan
ceniciento que se mimetizó al instante con el día. Parecía una sombra, flaca y
ligera, recorriendo la calle y solo conseguí distinguirla bien cuando pasó al
lado de un coche rojo. Llegó a la puerta de la panadería –que veo a lo lejos- y
pidió número para la cola. Detuvo el carrito delante de ella y sacó de él primero
unos guantes de lana negros, luego una mascarilla cosida con un retal de rayas
y después un estuche de gafas. Se puso las tres cosas, y siguió estando gris.
Al poco apareció una de las Pérez, Pepita, y ocupó su sitio en la cola guardando una
considerable distancia.
La Ruten volvió la cabeza como si la antipatía que habita en ella
hubiese sido capaz de detectar la presencia de la heredera de una vieja
rivalidad familiar. Florita Pérez saludó con desbordante sonrisa y una leve inclinación
de cabeza. La otra sostuvo la mirada unos instantes, se dio la vuelta y
abandonó la cola sin comprar. “Si
quieres te subo yo un pan”, se ofreció la Pérez con su candor habitual. Las
palabras incendiaron de calor el rostro de Ruten. Sus mejillas arreboladas
destacaban en el cuadro gris. Se alejó farfullando quien sabe qué. Cuando estaba
llegando al portal su hermana Melita la increpó desde el mirador. Hacía gestos
como quien espanta a las palomas y Palmira negaba firme con la cabeza. Al
final, subió a casa.
A las doce y media llegó un coche azul. Primero se apeó el conductor,
hizo una llamada de teléfono y se quedó esperando de pie, en la calle. Al poco
apareció Paco el invisible con paso ligero y todos supimos que Petrita volvía
casa. Se empezaron a abrir ventanas y balcones, aplaudían los niños de los
aviones de papel, la chica morena del moño que se hace selfies grababa desde la
ventana. Petrita salió del coche con la majestuosidad de Isabel II. Su hijo le
agarró las dos manos y ella emergió con desbordante alegría, un traje de
chaqueta azul y un sombrero. El portero cogió su bolso y
caminaba detrás de ellos mientras nuestra recuperada enferma repartía besos y
saludos con la mano mirando al tendido.
Al llegar al portal coincidió con la
Pérez, en su regreso de la panadería. Se empezaron a hablar a la vez, con
ligero y alborozado parloteo que, desde la altura, nos costaba descifrar. El azul
celeste de Petrita y la chaqueta de flores de la Pérez alegraban la acera. Todos
aplaudimos a rabiar. Los niños de los aviones de papel se arrancaron a cantar ‘Hola,
don Pepito’. Pepita Pérez saludaba complacida creyendo adivinar que era en
honor a su nombre. Petrita estaba tan alegre como cuando le tocó la lotería.
Veinte mil euros, hace tres años. Nos quedamos de piedra cuando nos confesó: “Tampoco me hace falta, pero siempre hace
ilusión ganar algo”. Le disculpamos porque es ella. Nuestra singular
Petrita. "Mientras no lo invierta todo en sobaos...", masculló entonces con sorna Paco el invisible.
El regreso de Petrita nos ha subido la moral. Todavía no conocemos los
detalles de su convalecencia, pero enseguida nos irá llamando en ronda
telefónica. Pero, al poco de despedirse Ruten y Petrita ha habido un incidente
del que no tenemos muchos detalles. Solo sabemos, a falta de completar el
puzzle con algunos testimonios, lo que hemos visto. Que es el segundo acto de
la función. Las Ruten han abierto el mirador –hasta ahora sellado por temor a contagio- blandiendo una barra de pan en la mano. No se sabia si estaban pidiendo justicia o pasteles en Versalles. El trío de las Pérez –oído
el jaleo de improperios- han salido al balcón, ligeras y graciosas. Al final
las Ruten han lanzado el pan al balcón de las Pérez con mala puntería y la
barra ha acabado en la acera. Han tardado poco en llegar las palomas a darse un
festín.
Me temo que la película muda que hemos visto se hila fácilmente con la
primera escena. La Pérez compró un pan a las Ruten y se lo ha dejado en la
puerta de casa. Y, éstas, agraviadas, han rechazado el obsequio por la dignidad
de sostener una vieja rivalidad familiar.
La afrenta del pan nos ha entretenido el mediodía. Aunque en casa de
Conchita y Pepe se han quedado sin sueldo y empezará a escasear. En el paisaje
del descampado –que se ve desde mi patio roto- la vida también era hermosa,
como añora la canción de los Rolling. Un idílico edén de alborozo y alegría, un
jardín entre tapias donde varias familias pasaban el día al aire libre,
burlando la cuarenta. Llegaban por la mañana con sus bártulos. Extendían sillas
y mesas llenas de fiambreras, fruta y bolsas de patatas fritas. Las neveras
atiborradas de cerveza y refrescos. Los niños corrían entre la hierba alta y los
árboles que ahora abrigan el solar abandonado. Se recogían por la tarde,
apagados los aplausos. Caminaban a sus casas, al otro lado de la manzana.
Pero después de cuarenta días el recreo se ha empezado a ensombrecer. Ya
no se escuchan tantas risas. Han comenzado los reproches y los recelos.
Las neveras se han adelgazado y hay disputas por la última cerveza. Escasean
los víveres y la concordia. Las bicicletas con las cajas de bártulos, el
carrito metálico de supermercado con el gancho largo para sacar objetos de los
contenedores. Todo está aparcado en la valla, delante de sus casas.
Acabo el día subida a la bicicleta. Me obligo a respetar una hora de
ejercicio que es a la vez un espacio de meditación. Pedaleo frente a una
ventana con vistas a la catedral. De repente, la sombra de un gigante se proyecta
en el muro de piedra y a su lado aparece un león. Hoy Pulcro vuelve a casa extrañamente tarde.