Hoy he desayunado recorriendo el contorno de Portugal en el mapamundi de la
pared de mi cocina, susurrando repetidamente la palabra saudade y extrañando un ramo de claveles rojos para hacer una revolución
desde mi ventana. Oigo en la radio que también Roma celebra hoy, 25 de abril, la
caída del fascismo. Al instante, como redoble de tambores en el culmen de la
batalla, cruza el patio el sonido destemplado de una trompeta. No es
precisamente una melodía, pero en potencia el artilugio del niño de Conchita y
Pepe podría reventar, además de tímpanos, la propia muralla de Jericó.
En la pletórica excitación de estas evocaciones, después del
zumo y el café, se ha diluido la preocupación. Esta mañana me desperté con dolor
de garganta. Una pequeña afección unilateral, de la amígdala derecha, pudiera
ser. En principio nada más abrir los ojos noté una ligera molestia que, como es
común en mí, me dejó completamente aterrorizada.
No me atrevía a pasar saliva por no alcanzar la certeza de
que aquellas punzadas eran un dolor real. Aguanté cuánto pude, quieta, con el cuello
rígido. Pero al final me venció la evidencia. Tragué y sentí el dolor. Repetí
la operación sin desmayo, incluso forzadamente para comprobar hasta dónde
llegaba la molestia. Al tiempo, repasaba mentalmente los protocolos de limpieza
a los que, estos días, he sometido a las provisiones alimenticias. Todo lo que
llega del exterior es convenientemente esterilizado. Hasta el punto de que,
últimamente, me preocupaba más intoxicarme con lejía que contagiarme de
coronavirus. Aun así, temo que haya podido suceder un descuido. Cuando hace una
semana salí a la farmacia, o quizá alguna manzana que olvidé desinfectar.
Hoy es sábado y me hago la promesa de no pisar el despacho ni
encender el ordenador después de una semana saturada de trabajo. Me decido a
limpiar la casa. Lo que más me gusta es la parte del plumero.
A las doce se ha visto a Petrita en el mirador, pero sentada
en una silla. Increíblemente las flores de sus macetas siguen vivas a pesar de
estar envueltas en plástico transparente. Empiezo a valorar la posibilidad de
que esté aplicando alguna técnica con similar efecto a las carpas de los
invernaderos. Porque los geranios y las begonias siguen rabiando de color y
entusiasmo.
Imagino que sopla una ráfaga fuerte que deshoja todas las macetas
de mi calle y un remolino de pétalos rosas y amarillos, rojos y blancos, llena
el cielo de efímera primavera. Vuelan un rato y luego se posan sobre las
aceras, los coches y los contenedores. Y todo lo gris queda poéticamente contaminado
de alegría.
En el lugar de esta fantasía ha aparecido un globo azul que
el viento zarandea a un lado y a otro de la calle, con ondulante movimiento;
sin llegar a rozar las fachadas cambia al rumbo hacia el oeste. Sube, sube,
sube y de repente gira sobre sí mismo y empieza a descender en un vuelo suave,
ligero. Se deja acunar por el aliento frío que hoy agita las copas de los
árboles y hace temblar las macetas de los balcones.
Varios vecinos seguimos al globo azul, los niños de los
aviones de papel extienden los brazos queriendo atraparle. En una pirueta baila
cerca de mi ventana, tanto que parece que alcanzo a rozarle. Entonces sube muy
alto y se despide hacia el este, se achica en la distancia.
El resto del día ha sido plácido. Me he asomado varias veces
al ventanal del salón pero ni vuelve el globo, ni estalla una lluvia de
pétalos. Sobre las siete y media Marichelo ha bajado la basura y ha aprovechado
para estirar las piernas en un corto paseo. Es la primera vez que la veo desde
que organizamos el rescate en el patio de las pertenencias de Paco que ella
arrojó por la ventana. Recorre la calle peatonal, arriba y abajo, con paso
rápido. Cuando ya lleva unas vueltas veo que se acercan Pulcro y Dandy por calle
principal. Puede que haya colisión, ahora que sabemos que nuestro vecino es
cómplice de la ausencia de su marido Paco. Me pregunto si hoy ya habrán
terminado la partida en la trastienda que ahora es hogar.
Pulcro avanza rápido por una calle, Marichelo baja aun con mayor
energía por la otra. Como era naturalmente previsible chocaron al confluir
frente a nuestro portal. Pulcro casi
descarrila, del sopetón de hallarse frente a frente con la mujer de su amigo. Ella
empezó a exigirle conocer dónde está Paco. Me pregunto si será tan difícil adivinar
que duerme en la tienda. Pero hete aquí que Marichelo piensa que Paco no ha
salido del edificio. “Le tienes escondido
en tu casa”, se la oye bramar. El interpelado, más cauto, habla casi en un
susurro y no podemos entender nada. Han salido las Ruten al mirador. Se oye que
alguien abre el portal. Han entrado los dos y suben discutiendo por las
escaleras. De inmediato tomo posiciones en la mirilla. “Enséñame lo que llevas en la bolsa”, oigo vocear a Marcichelo. Todavía
no puedo verlos. “No es de tu incumbencia”,
replica airado Pulcro. En ese tira y
afloja llegan al tercero. Les veo de frente subir por la escalera. Demasiado de
frente porque, horrorizada, veo cómo Pulcro
extiende la mano y suena el timbre de mi casa. Me quedo paralizada. No puedo abrir
de inmediato porque delataría mi indiscreta presencia en la mirilla. Durante
unos segundos intento dar algunos pasos silenciosos hacia atrás para simular
que llego desde otra habitación. Aunque los reproches de Marichelo pueden
sofocar cualquier ruido.
Al fin, me decido y abro la puerta. Pulcro está frente a mí, pero
a una distancia prudente. Marichelo está prácticamente sobre él. De tanto
vocear se le ha humedecido la mascarilla y se le mete dentro de la boca cada vez
que aspira para soltar un nuevo improperio. Pulcro
no dice nada. Yo miro estupefacta. Hasta que, al fin, mete la mano en la bolsa y
saca algo que me ofrece. Marichelo queda muda. Mi calcetín azul, el que se suicidó
el otro día del tendal. “Se confundió con
las cosas de Paco”, explica.
Marichelo empieza a subir las escaleras pero desde el
descansillo del cuarto se vuelve y lanza una última e inquietante profecía: “Ten cuidado, José Luis, porque Paco te
arrastra a la ruina con las cartas”.
No sé si a Paco le pierde el vicio. Pero ahora sé que Pulcro
se llama José Luis.