domingo, 26 de abril de 2020

DÍA 42: De calcetines y sartenes



Yo no quería tocar el calcetín azul que ayer llamó a la puerta de mi casa. Sentí el instinto de repudiar al impar hijo pródigo que había abandonado el tendal y que, ahora, me devolvía mi vecino Pulcro sosteniéndolo con la punta de sus dedos. Se balanceaba ante mí, tal vez arrepentido. Pero para mí era ya un extraño, ya no era el abrigo de mi pie izquierdo.
Dudé, pero al fin me atreví a decir: “Tíralo al felpudo”. Pulcro me miró incrédulo. Primero, a mí. Después al calcetín, ahora huérfano. Repetí la frase. Entonces se encogió de hombros y le dejó caer al suelo con cierta delicadeza, como la madre que empuja al niño a pedir perdón a su hermano.
El calcetín azul quedó perfectamente estirado. Lo contemplé con reprobación. No sentí lástima. Antes de devolverlo al hogar -si acaso procediese la amnistía- tendría que superar un severo proceso de descontaminación. Ha viajado mucho desde que la semana pasada decidió desprenderse de la pinza. Primero se enredó de polizón entre las prendas que Marichelo tiró al patio, salió a la calle y estuvo viviendo en la trastienda de Paco hasta que fue detectado y lo han obligado a regresar a casa.

Hasta ahora había sido fiel y obediente. A lo más, algunas veces jugaba al escondite en la lavadora. Cuando me daba cuenta, lo rescataba del tambor y le notaba más alegre al ir a colgarlo junto a su compañero. Esa es otra. Qué futuro le espera ahora a su gemelo. Es injusto que quede confinado en un cajón, que sufra el desuso que es una especie de cadena perpetua.
Me pregunto si podrá acostumbrarse a otra mitad, si consentirá en organizar turnos con otra pareja para salir del cajón y recorrer mundo. Es normal que el calcetín azul decidiese marcharse. Hace más de cuarenta días que nunca van a ninguna parte. No salen de mis zapatillas grises de  lana con suela de goma. No respiran aire libre, no pisan la calle, no habitan ningún zapato.
Al final, preventivamente, le he dejado castigado en el limbo del felpudo. Con la punta de un paraguas he conseguido empujarle debajo. Entiendo que superada la penitencia tendré que ser misericordiosa.

Ayer, después, sucedió algo extrañamente mimético. Porque a las siete de la tarde se produjo una asonada y algunos vecinos golpearon con rabia sartenes y cazuelas. Al principio pensé que conmemoraban la revolución de los claveles o la caída del fascismo en Italia. Pero cuando mi vecino el tieso abrió las puertas de su balcón –siempre cerradas al aplauso- con una cuchara y un puchero comprendí que aquello tenía un fin perfectamente opuesto. 
También fue un coro de impares, como si hasta ahora hubiésemos funcionado juntos, como una pareja de calcetines que lo mismo da poner en el pie izquierdo que en el derecho. Y eso, ayer, pareció quebrarse. Nos miramos con suspicacia y cierto recelo desde los cristales. Enfadados, indiferentes, resistentes… ayer empezamos a distinguir los estandartes que cuelgan de cada balcón. Algo antes absolutamente invisible, inexistente.

Hasta ahora el confinamiento ha sido una tregua. Una tragedia colectiva contra la que peleábamos todos juntos. Pusimos rostro y dignidad a trabajadores invisibles –muchos precarios o mal pagados- en cuyas manos estábamos ahora. Se arriesgaban para que a los demás no nos faltase una cama de hospital, para que las neveras estuviesen llenas. Hubo un éxtasis de generosa solidaridad, de extraordinario civismo incluso.
Peleábamos contra el mismo enemigo. La experiencia del confinamiento nos ha hecho reconocernos, aprender nuestros nombres, preocuparnos por el otro que hasta ayer era casi un extraño en la misma escalera. Algunos tuvieron la ingenuidad de predicar que esta cuarentena nos haría mejores personas.
Al parecer, en mi patio, tanta armonía, no es más que un espejismo, un tránsito. Como el primer día de clase, o la primera cena en la casa de Gran Hermano, cuando se inicia una experiencia colectiva, un confinamiento, lleno de buenos propósitos de papel.

En cuanto se ha empezado a disipar el miedo aparece el hastío, que conduce a la exasperación y degenera en enojo, irritación y cólera.
Sin acabar el confinamiento, seis semanas después vencida ya la excitación inicial, don Ramón se puso ayer a golpear una  sartén. “¡Con esa no, que es la que nos regaló el banco!”, le reprochó su mujer. “Déjale, que les está reclamando el dinero del rescate”, terció Damián el platas.