Yo no quería tocar el
calcetín azul que ayer llamó a la puerta de mi casa. Sentí el instinto de
repudiar al impar hijo pródigo que había abandonado el tendal y que, ahora, me
devolvía mi vecino Pulcro sosteniéndolo con la punta de sus dedos. Se balanceaba
ante mí, tal vez arrepentido. Pero para mí era ya un extraño, ya no era el
abrigo de mi pie izquierdo.
Dudé, pero al fin me
atreví a decir: “Tíralo al felpudo”. Pulcro
me miró incrédulo. Primero, a mí. Después al calcetín, ahora huérfano. Repetí
la frase. Entonces se encogió de hombros y le dejó caer al suelo con cierta
delicadeza, como la madre que empuja al niño a pedir perdón a su hermano.
El calcetín azul quedó
perfectamente estirado. Lo contemplé con reprobación. No sentí lástima. Antes
de devolverlo al hogar -si acaso procediese la amnistía- tendría que superar un
severo proceso de descontaminación. Ha viajado mucho desde que la semana pasada
decidió desprenderse de la pinza. Primero se enredó de polizón entre las
prendas que Marichelo tiró al patio, salió a la calle y estuvo viviendo en la
trastienda de Paco hasta que fue detectado y lo han obligado a regresar a casa.
Hasta ahora había sido
fiel y obediente. A lo más, algunas veces jugaba al escondite en la lavadora. Cuando
me daba cuenta, lo rescataba del tambor y le notaba más alegre al ir a colgarlo
junto a su compañero. Esa es otra. Qué futuro le espera ahora a su gemelo. Es
injusto que quede confinado en un cajón, que sufra el desuso que es una especie de
cadena perpetua.
Me pregunto si podrá
acostumbrarse a otra mitad, si consentirá en organizar turnos con otra pareja
para salir del cajón y recorrer mundo. Es normal que el calcetín azul decidiese
marcharse. Hace más de cuarenta días que nunca van a ninguna parte. No salen de
mis zapatillas grises de lana con suela de goma. No respiran aire libre, no pisan la
calle, no habitan ningún zapato.
Al final,
preventivamente, le he dejado castigado en el limbo del felpudo. Con la punta
de un paraguas he conseguido empujarle debajo. Entiendo que superada la
penitencia tendré que ser misericordiosa.
Ayer,
después, sucedió algo extrañamente mimético. Porque a las siete de
la tarde se produjo una asonada y algunos vecinos golpearon con rabia sartenes
y cazuelas. Al principio pensé que
conmemoraban la revolución de los claveles o la caída del fascismo en Italia. Pero
cuando mi vecino el tieso abrió las
puertas de su balcón –siempre cerradas al aplauso- con una cuchara y un puchero
comprendí que aquello tenía un fin perfectamente opuesto.
También fue un coro de
impares, como si hasta ahora hubiésemos funcionado juntos, como una pareja de
calcetines que lo mismo da poner en el pie izquierdo que en el derecho. Y eso,
ayer, pareció quebrarse. Nos miramos con suspicacia y cierto recelo desde los
cristales. Enfadados, indiferentes, resistentes… ayer empezamos a distinguir
los estandartes que cuelgan de cada balcón. Algo antes absolutamente invisible,
inexistente.
Hasta ahora el
confinamiento ha sido una tregua. Una tragedia colectiva contra la que peleábamos
todos juntos. Pusimos rostro y dignidad a trabajadores invisibles –muchos precarios
o mal pagados- en cuyas manos estábamos ahora. Se arriesgaban para que a los
demás no nos faltase una cama de hospital, para que las neveras estuviesen
llenas. Hubo un éxtasis de generosa solidaridad, de extraordinario civismo
incluso.
Peleábamos contra el
mismo enemigo. La experiencia del confinamiento nos ha hecho reconocernos,
aprender nuestros nombres, preocuparnos por el otro que hasta ayer era casi un
extraño en la misma escalera. Algunos tuvieron la ingenuidad de predicar que esta
cuarentena nos haría mejores personas.
Al parecer, en mi
patio, tanta armonía, no es más que un espejismo, un tránsito. Como el primer
día de clase, o la primera cena en la casa de Gran Hermano, cuando se inicia
una experiencia colectiva, un confinamiento, lleno de buenos propósitos de
papel.
En cuanto se ha
empezado a disipar el miedo aparece el hastío, que conduce a la exasperación y
degenera en enojo, irritación y cólera.
Sin acabar el
confinamiento, seis semanas después vencida ya la excitación inicial, don Ramón
se puso ayer a golpear una sartén. “¡Con esa no, que es la que nos regaló el banco!”,
le reprochó su mujer. “Déjale, que les
está reclamando el dinero del rescate”, terció Damián el platas.