Un museo de Viena permitirá visitar sin ropa una exposición
sobre desnudos, de tal manera que resultará difícil determinar donde está el
espectáculo visual: Si colgado de las paredes o circulando por los pasillos.
Hasta que la cosa degradó con Full Monty y ahora todos los bomberos del mundo apagan la fogosidad
del morbo colectivo haciendo calendarios de Navidad con el culo al aire,
quitarse la ropa ha sido históricamente una simbólica forma de protesta. Las rebeldes
se libraban del sujetador, acortaban la falda, hacían topless; España celebró
la libertad democrática con un casposo destape y, aún años más tarde, el pezón
disparado de Sabrina sacudió la sociedad con una ardiente intensidad en la escala
Richter. Como si la ausencia de ropa fuese capaz de liberarnos de paletos
complejos y nos hiciese más modernos.
Pero aún hoy nos tutela un rey desnudo. Un hombre que, ante
el estupor de muy pocos, se pasea con un traje nuevo transparente que deja ver
las miserias de la institución y a quien, empalagosos cortesanos de todos los
estamentos sociales, aún alaban con almibarados epítetos.
El rey está desnudo. Atrincherado en un pasado que ya no nos
pertenece, sostenido por la fragilidad de la cavernaria fe en la herencia y en
la sangre azul, representando un ficticio papel de hombre respetable y ejemplar
que se esfumó cuando disparó aquel elefante en Bostwana y, ahora,
indecorosamente comprometido en el escándalo financiero que rubrica su yerno,
cuya investigación cada día escala un peldaño más hacia el trono.
Mirando desde su palacio, también ahora de cristal, al frente
de un país azotado por la incertidumbre y la pobreza, lastrado por la
corrupción que también destila su familia y que encubre y aplaca con ridículos
paños calientes –como borrar a Urdangarín de la web real-, abusando así de la
confianza recibida por los servicios que un día prestó al país y que no le
eximen de comportarse con la debida honestidad y transparencia.
Un yerno que se apropia indebidamente de fondos públicos; un
monarca que se divierte en cacerías africanas y carreras de coches en Dubai, que
regala títulos aristocráticos a los amigos y que permite que su amiga íntima represente oficialmente a
España; una consorte que se va de compras de Navidad a Londres; una nuera de
vacaciones con las amigas en Nueva York; 27 coches de lujo en el garaje de
Zarzuela y todas las pagas extras. Todo ello revela una gran sensibilidad hacia
los problemas de un país que agoniza bajo los perversos efectos de las
malogradas políticas económicas. Pero, aún así, se siente ejemplar y cada
nochebuena nos regaña con una prédica de cura de aldea y nos pide los esfuerzos
ante la crisis que él, por supuesto, no hace.
Hoy, la institución monárquica que con tanto orgullo dice que
representa, es un escaparate más de corrupción y una escandalosa evidencia de
que en este país todos no somos iguales. Empezando por la ciudadana Cristina de
Borbón y acabando por él, nuestro rey desnudo, ese privilegiado campechano que aún no ha tenido a bien
explicarnos qué pintan personas a su servicio en toda esta operación
de saqueo de dinero público.
En todo caso, el rey desnudo ha de tener presente -como dijo
Séneca- que lo que las leyes no prohíben puede prohibirlo la honestidad.