martes, 30 de abril de 2013

Hormigas bajo sus pies


Los Leticios se exhibieron ayer en el país naranja como si la vida fuese un cuento de princesas. Algunas de ellas persisten, incluso, en la atávica costumbre de lucir corona. La nuestra, para menos acierto, hoy es portada de la prensa porque ha resucitado del baúl de los recuerdos la que fue forjada por Franco, para lucirla en un país donde sintonizar con dictaduras penaliza, no como en España donde los crímenes de la misma nunca han sido juzgados, y verdugos y víctimas fueron y son obligados a convivir.

Con la que está cayendo, llevar sobre la cabeza la marca Franco no parece la mejor propaganda para la marchita España; mucho menos indicado, además, en un país que ni siquiera permite que el padre de su nueva reina, Máxima Zorreguieta, exministro de la dictatura argentina de Videla, pise suelo holandés.

Claro que hace solo unos días, la gran defensora de las libertades individuales, María Dolores de Cospedal, se ha ido, en representación del PP, de viaje a China, país por todos sabido extremadamente respetuoso con los derechos humanos y la democracia. Viajó en compañía del ideólogo González Pons que compite con Floriano como instructor intelectual de un partido que, paradojas de la vida, combate el bolivarismo mientras se abraza al comunismo amarillo. Al viaje lo califican de ‘intercambio institucional’ con un país muy necesario para España, justifican. Pasa con demasiada frecuencia, que se nos acaban los escrúpulos en cuanto nos enseñan la cartera.

Ayer, además, nos permitimos otros dos lujos: Presumir ante el mundo de tener el mejor restaurante del mundo y jubilar con una generosidad sin precedentes al mandamás del banco rojo de Botín, condenado por estafa, Alfredo Sáenz, a quien se agradecen los servicios prestados con un fondo de pensiones de 88 millones de euros.

También ayer Bruselas vetó tres pesticidas que afectan a la población de abejas. Solo es de desear que la Comisión Europea tenga la misma sensibilidad con los ciudadanos y vete muchas prácticas que nos hacen cada día más pobres e indefensos. Al fin y al cabo, como dice el escritor Ramiro Pinilla, somos hormigas bajo sus pies. 

lunes, 29 de abril de 2013

Los nacidos para perder


El país se derrumba y hoy dice el periódico que en el segundo mejor restaurante del mundo, que es catalán, sirven adrenalina gastronómica. Patatas violeta y un hueso con el tuétano relleno de caviar, como los bolsillos de los ricos españoles que tienen cien mil millones de euros en Suiza, el diez por ciento del Producto Interior Bruto Nacional. A muchos de ellos se les enciende la boca con el patriotismo y la unidad nacional.

Chupar pinzas de bogavante es ya una ordinariez marbellí, los veinte mil asesores nombrados a dedo que soporta España, y que nos cuestan mil millones de euros al año, pueden permitirse el lujo de lamer deconstrucciones culinarias, mientras los ciudadanos mueren de hambre con su vida dentro de una maleta que viaja a ninguna parte.

Rajoy pide paciencia. El plan es dejar que todo se precipite de forma natural, sin que el estado intervenga en nada, con un gobierno cruzado de brazos. Liberalismo salvaje. Los ciudadanos somos arrojados al infame circo de la iniciativa privada que nos fagocita sin remedio mientras ellos miran para otro lado. ‘Es importante que haya pijos, que son los que gastan’, dice la delegada del Gobierno en Barcelona que se llama María de los Llanos, un apellido que hace honor a su solvencia intelectual.

Políticos a la altura del momento. Toni Cantó equipara la inmersión lingüística con la pederastia. Cospedal presume de que todos los votantes del PP pagan la hipoteca aunque no coman, de lo que se infiere que en España solo se desahucia a quienes no votan al Partido Popular que son, en controvertida dualidad, a la vez nazis, por manifestarse en los domicilios de los políticos que se niegan a aprobar una ley hipotecaria justa, “porque quieren la dación en pago para comprarse otro piso”, resuelve Martínez Pujalte.
Cañete y su teoría del yogur infinitivo, que no caduca, recomienda duchas de agua fría para que el país ahorre energía. Fátima Báñez esconde en el vergonzante eufemismo de movilidad exterior la triste emigración de trabajadores españoles al extranjero. Pero tal vez la frase más amarga y falsa de todas es la pronunciada por Rubalcaba. “Si no me quieren me iré con enorme alegría”, dice quien no puede liderar con dignidad la alternativa.  

Se toman medidas para seguir destruyendo empleo y para empobrecer aún más a los ciudadanos, que ya van a tener que pagar hasta por los cuatro duros que tienen ahorrados en el banco y de los que están viviendo ahora. Más impuestos todavía, más madera para un país en quiebra, y si no son suficientes se inventan más.

En esta delirante fábula solo sobrevivirán los más ricos, a quienes les espera un futuro cubierto de caviar hasta el tuétano. El sacrificio somos nosotros, los nacidos para perder.

jueves, 25 de abril de 2013

Detener la primavera


Podrán cortar todas las flores, pero nunca detendrán la primavera. En eso creía Neruda, pero, desde hace unos años, cada vez menos golondrinas se acercan al balcón de la primavera de Becquer. Los expertos calculan que la mitad que hace veinticinco años. Y dicen que tampoco quedan tantos gorriones. Solo crecen los pobres. Y el invierno. Un tiempo gris de duchas frías y ancianos que desayunan yogures caducados para ir al trabajo que seis millones de parados anhelan. España no está para jugar a la petanca.

Volverán cada vez menos primaveras y un ejército de 1.400 oscuras golondrinas protegerá hoy un Congreso vacío, una victoria ya ganada por quiénes hoy se manifiestan en este escenario, y una muestra más de la escasa fortaleza política de quienes nos representan, que se esconden en el salón de casa atemorizados ante tanta libertad de expresión mientras cohabitan sin escrúpulos con banqueros, narcotraficantes, cuentas en Suiza y comisionistas. A esos no les temen. Los jueces tramitan 1.161 casos de corrupción política y económica, pero sus enemigos somos ciudadanos sin más armas que la voz y la pancarta.

Cada vez a más distancia de la vida de nosotros, tanto que parecen transitar a varios metros del suelo de la realidad. Los investigadores del centro de astrofísica de Harvard creen que dos mundos habitables con grandes océanos orbitan una estrella similar al sol, Kepler 62, en la constelación de Lira, a 1.200 años luz de distancia. En una zona que se llama Ricitos de oro y que podría ser nuestra única esperanza de conseguir otro mundo mejor.

La imperiosa necesidad de movilidad laboral, que dice Báñez –la ministra de Trabajo que no ha trabajado nunca-, ha llevado a una empresa holandesa a emigrar a Marte, para grabar un reality en el planeta rojo donde la audiencia de todo el mundo pueda ver en directo todo lo que pase en la misión. Se buscan concursantes vitalicios, que vivan allí hasta que se mueran. La desesperación ha hecho que broten diez mil voluntarios, tal vez a quienes ya se les ha negado un futuro digno en este planeta. Si ya lo dice Martínez Pujalte, la gente quiere la dación en pago para comprarse otro piso en Marte.

martes, 23 de abril de 2013

La memoria que duerme entre las páginas de mis libros


Hoy alguien me ha hablado de Fernando y me he acordado de cuando quedábamos para leer. Igual que otros se citan para ir al cine o para cenar, nos llamábamos por teléfono y nos reuníamos en diferentes escenarios acompañados por nuestros libros, normalmente ya gastados por otras miradas y otras manos porque en su mayoría procedían de los anaqueles de alguna biblioteca, dadas las apreturas económicas que pasábamos ejerciendo de universitarios en la capital. Todo lo que se hace por amor se hace más allá del bien y del mal, dice Nietzsche.

A veces íbamos uno a casa del otro, tomábamos asiento en el sofá y nos concentrábamos en la lectura. Nos gustaba compartir silencios. Otros días de invierno, ocupábamos una pequeña mesa en un rincón de una cafetería de época en el Madrid de los Austrias, pedíamos chocolate y nos poníamos a leer. Supongo que nos bastaba estar uno al lado del otro y que nos conformábamos con esa proximidad ausente pero intensa.

Cuando el verano derretía Madrid nos dejábamos caer con pereza sobre el césped alfombrado de margaritas a la sombra de algún parque. Fernando sostenía que la lectura no era demasiado compatible con el calor, por eso a veces nos refugiábamos a leer en los asientos de un metro con destino a ninguna parte.

Después, de camino a casa, sacudíamos nuestras respectivas ficciones y compartíamos palabras y estados de ánimo, nos contábamos los incidentes domésticos, las novedades del día. Solo al despedirnos nos mirábamos a los ojos. Fue una relación extravagante y cautivadora en la que, por extraño que parezca, siempre nos sentimos cómodos. Tal vez porque cuando decidíamos hablarnos, ya de camino a casa, el espacio de conversación fue siempre tan limitado que nunca nos dio tiempo a hacer concesiones a la frivolidad. Teníamos muchas cosas que compartir y nunca nos aburrimos el uno del otro.

Nunca leímos los mismos libros. Yo me ensimismaba con narrativa latinoamericana y rusa. Y él recorría con pasión la literatura española. Nos conocimos, no podía ser de otra manera, en una diminuta librería de viejo donde resultaba casi imposible moverse. Cruzamos las miradas a través del escaparate y él entró en aquella abarrotada tienda. Compró un manoseado ejemplar de Paseos por Roma y al precipitarme sobre aquellas páginas de Stendhal que me entregó allí mismo, en aquella inolvidable librería, asomó su caligrafía. ‘Si te beso, me rindo’, escribió.

Hoy el libro duerme entre los ejemplares de mi modesta biblioteca. Mis preferidos ocupan las estanterías principales. Me gusta tenerlos a mano porque alguna tarde me permito el capricho de releer fragmentos, que es uno de mis placeres favoritos. Es por la costumbre de señalar con marcapáginas los párrafos y frases que más me gustan de los libros que leo. Hay días que tomo uno tras otro y voy abriendo con calculado azar mis páginas preferidas, para disfrutar de un peculiar puzzle literario haciendo repaso de esas pequeñas fracciones escogidas.

La mayoría de mis libros tienen su propia historia. Porque, antes, siempre nos regalábamos libros. Tal vez porque uno expresa lo que siente por el otro en el título que elige. Y tú recibes el libro y devoras las páginas tratando de descifrar claves, mensajes escondidos, deleitándote en la lectura de palabras que ya han sido recorridas por la mirada del otro. Los libros además son contenedores de detalles y palabras que almacenan recuerdos y olores. Guardianes de señales propias y ajenas. Los pétalos de las flores que Héctor me entregó bajó la lluvia de aquella tarde duermen entre las páginas de un libro de Paul Auster. La caligrafía de Ángel quedó tatuada entre las palabras de Manuel Rivas. Otros guardan caligrafías sentimentales, cartas, rastros de besos, arrugas de caricias pretéritas, distancias. Ausencias. Por eso me gusta hurgar en esa geografía emocional, que es la mía.

Los libros cuentan dos historias. La que cuenta el escritor en sus páginas, y la que recorre la memoria de su propietario. La que no está impresa en palabras. La historia de cómo llegó a nuestras manos, de qué provocó en nosotros, de cómo nos alimenta. Tal vez por eso dicen que no hay dos personas que lean el mismo libro. 

jueves, 18 de abril de 2013

Primera sesión en la fila nueve del Renoir


Fue una tarde cálida y gris de octubre. El olor de aquella sala, fila nueve, primera sesión, hoy sigue pegado a mi piel. Mi primera tarde en Madrid. Mi primera visita a los Renoir. Mi primera vez sola en el cine. Había aterrizado la noche anterior en el piso que compartí con dos compañeras, con quienes, entonces, por las noches, en eternas conversaciones, inventábamos con el humo de un cigarrillo un futuro que aún estaba por escribir.

Un tiempo a estrenar, en el que la vida se deslizaba a toda velocidad ante mis ojos multiplicando sensaciones y experiencias. Sin red. Sin manta y sin frío. Cuando se alcanzan los sueños sobre almohadas de seda, y los temores se diluyen en una impetuosa efervescencia. Se viaja en trenes llenos de pasajeros que frenan en todas las paradas. Se escriben diarios, se mezclan lágrimas y carcajadas.

Aquel tiempo excitante, volcánico, repleto de inexplorado placer y emoción. Cuando de verdad nos tragamos el presente sin la nostalgia del pretérito y la ambición de futuro, con atropellada impaciencia e inexperiencia.
Con la desnuda vehemencia, la brutal inocencia que evoca el olor de aquel solitario patio de desgastadas butacas rojas, donde se forjaron algunos de esos sueños y donde viví tantas vidas de otros. Me probé otros nombres, me fundí en otra piel. Aquella enorme pantalla donde se asomaron lágrimas, risas, abrazos, gritos, dolor y susurros, violencia, calor, injusticias, amor, temor y desengaños. Un combate de miradas y deseo de apabullante intensidad. La vida y la muerte, a través de ese hilo tenue sobre el que se conducen, se batían en los diálogos y se agitaban en las miradas de los protagonistas de aquel guión. Aquella tarde cálida y gris de octubre. Cuando, aún, tomarse la vida en serio era un perfecto disparate.

Todo era oscuridad y silencio fermentado con un penetrante olor a cine viejo. La película crepitaba al iluminarse en el proyector que destilaba un rumor sordo en aquella sala vacía. Fila nueve. Primera sesión. Un cine vacío, una película contada solo para mi. Hasta que apareció aquel tipo extraño con las manos en los bolsillos del pantalón, de donde nunca parecían querer salir. Se sentó, esa vez y las sucesivas, en la misma butaca, la primera del pasillo, en la fila siete. Y me causó la misma inquietud todas las tardes de aquel otoño, las más oscuras del invierno y las que iluminó la luz de la primavera siguiente, hasta que el verano se fundió en el atardecer de una ciudad del norte.

Dibujaba su perfil en la oscuridad de la sala. La barba recortada, el desaliñado cabello, el involuntario movimiento de sus pómulos que provocaban las escenas de amor en la pantalla. Compartíamos sala en soledad y en silencio. A veces, siempre a oscuras, él giraba lentamente la cabeza hasta enfrentarse a mi rostro, mientras yo sostenía la mirada ciega que intercambiábamos y que resultaba desconcertante.

Frecuentábamos también el Cine Dore donde coincidíamos como perfectos desconocidos y alimentábamos el ritual de mirarnos sin vernos. Esperábamos a que se apagase la luz para ser otros, cada día con una piel distinta. Compartíamos la ficción de cada película que veíamos y supongo que nos imaginábamos protagonistas de cada guión. Yo siempre dejaba que abandonase la sala el primero, cuando volvíamos a ser nosotros y no quienes fingíamos ser. Salía con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada, con ligereza pero sin prisa. Estallando cada paso sobre el suelo viejo de aquel Renoir. Siempre anhelando que aquellas pisadas rompiesen el compás para encaminarse hacia mi, como nunca pasó. Siempre la misma sala. Nunca fallamos un estreno.

Todo lo que destilaba aquella pantalla de cine penetró en mi en aquella desgastada butaca roja. Nos habíamos impregnado de su olor después de tantas tardes de cine compartidas. Años después me lo tropecé en un tren, en uno de esos viajes sin apetito de destino. Bajé rápidamente la vista y tropecé con sus manos, esta vez sin bolsillos, y descubrí atónita que viajábamos con el mismo libro. Noté que él miraba mi ejemplar con similar aturdimiento. Con total naturalidad ocupé mi asiento. El 9A. Dos filas por delante reconocí aquel desaliñado cabello. Solo volvió la cabeza cuando el tren atravesó un túnel, como en la oscuridad del Renoir, y me quedó la duda de quiénes fuimos durante los segundos en que sostuvimos aquella mirada. Desapareció en el andén de la siguiente estación.

Siempre que vuelvo sola a Madrid me siento en aquella desgastada butaca roja y miro a oscuras el vacío de su ausencia en la fila siete. Entonces pienso que soy los libros que he leído, el cine que he visto, las palabras que nunca dije y los abrazos que nunca di.

Recuerdo perfectamente que la primera película que compartimos en los Renoir acabó en puntos suspensivos, que es como discurre la vida para quien se arriesga a vivirla en versión original.

lunes, 15 de abril de 2013

La mente desnuda


Alguien dijo alguna vez que la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados. Pero ahora unos científicos estadounidenses han creado un gel que transparenta el cerebro para poder estudiar con detalle cómo funciona. El hidrogel es un cóctel químico a base de plástico y gas que mediante hidroforesis, un tratamiento de complicado nombre, consigue desnudar nuestra mente.

Es violento, como las máquinas de la verdad, como esa posibilidad diabólica de que también penetren en nuestro pensamiento, que es ya el único rincón íntimo en el que nos encontramos. Siempre que hayamos conseguido salvaguardarlo de las consignas oficiales sobre qué debemos pensar, libre de manipulación. Siempre que hayamos ejercitado la duda y aplicado el escepticismo para tamizar las verdades que nos son dadas, y que en realidad son puntos de vista o una mera defensa de determinados intereses.

Sampedro, hacia quien ahora hay un viaje constante como referente intelectual, defendía que sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor. Un librepensador es más libre en la cárcel que el carcelero que le custodia, decía. Primero se libre, luego pide la libertad, recitaba Pessoa.

Pensar no es suscribir lo que dice un individuo o un medio de comunicación simplemente porque éste pertenece a determinada órbita ideológica –si es que aún alguno de los grandes partidos políticos destila alguna-. Libertad es decidir, lo más opuesto a dejarse llevar, explica Savater. La oportunidad para ser mejor, defiende Camus.

Pero nos quieren hacer creer que la libertad de expresión se limita a expresar lo que piensa el que manda, y quien se sale del guión es un proscrito, o incluso un nazi. Chomsky sostiene que si no creemos en la libertad de expresión para la gente que despreciamos, no creemos en ella.

Todo nuestro conocimiento, según Kant, arranca del sentido, pasa al entendimiento y termina en la razón. Pero algunos llaman razonamiento a encontrar argumentos para seguir creyendo lo creen.

Saramago decía que hemos pronunciado millones de veces la palabra libertad pero que no sabemos lo que es porque no lo hemos vivido, y la estamos interpretando como permisividad.

Para qué ser libres, si no ejercemos la libertad de pensar. Ramón y Cajal reivindicaba que todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro. Aún nos queda ese refugio, libre de distancias y de multas, de consignas y reproches.

miércoles, 10 de abril de 2013

A trescientos metros de la realidad


Tolstoi decía que la razón no le había enseñado nada, que todo lo que sabía le había sido dado por el corazón. Ni con una, ni con otro, podríamos encontrar sentido a lo que publican hoy los periódicos con extravagante naturalidad.
Al parecer, el Pentágono de aristas de acero ensayó ayer con éxito en aguas californianas un cañón láser capaz de destruir drones y aviones a la velocidad de la luz por un precio de todo a cien: A euro por disparo; lo que sin duda contribuirá a abaratar los costes de las guerras y, solo entre cuatro sensatos, aumentará el temor de que se multipliquen. Temor que los políticos disiparán rápidamente, en cuanto se reactive la industria armamentística y se genere un repunte de dos empleos a media jornada como esclavo en una fábrica de los que puedan presumir en los telediarios.

Su mayor riesgo –destaca la noticia- es que el cañón láser podría derribar por error un avión de pasajeros, pero para eso ya se han inventado los daños colaterales, que son como la políticas de austeridad de Merkel y Rajoy, que lo justifican todo. La falta de dignidad, de libertad y hasta de alimento.

Mientras esto se desmorona el Gobierno español trabaja con ahínco en que no caduquen los yogures, y en acercar las urbanizaciones y los chiringuitos aún más a la orilla del mar, apenas a veinte metros, para ponernos más a tiro del rayo láser letal de los yanquis.

La privatización de la costa no iba a ser una excepción y, además, imperiosamente hay que hacer hueco porque las mansiones de los ricos ya no caben en primera línea de playa. Lo malo es que con la nueva orden de alejamiento, si ellos cuelgan sus chalets de los acantilados no podremos acercarnos a menos de trescientos metros. Aunque, bien mirado, ya era hora de que alguien nos protegiese a los ciudadanos de los políticos, que falta hace, especialmente de algunos ejemplares especialmente tóxicos.

Así, mientras los demás estemos pagando de por vida los intereses de la hipoteca de la casa que nos embargó el banco, ellos se otorgarán generosos préstamos con intereses ridículos para que pueda resurgir una nueva era del ladrillo, con la espuma de las olas lamiéndoles el felpudo, que hinchará de salitre sus egos.

Los políticos despejarán centros comerciales, estadios de fútbol y plazas públicas, estarán aún más aislados de la realidad en un perímetro de inseguridad y soberbia. Se apartarán los ciudadanos a su paso, como las aguas del Jordán. Me siento tan aislado –escribió Pessoa- que puedo palpar la distancia entre mi y mi presencia.

Decía Paul Valery que la política es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe. Pero la democracia no es el silencio, por más que intenten convencernos de que protestar es de terroristas.

Hace solo unos días que José Luis Sampedro está ausente. Y la negativa a debatir siguiera la injusticia de la dación en pago, las órdenes de alejamiento de los ciudadanos y de acercamiento al mar, nos avergüenzan un poco más, si acaso es posible.

Se nos hace tarde. El tiempo no es oro. El oro no vale nada. El tiempo es vida. Y se habla mucho del derecho a la vida, pero no del deber de vivirla. Lo que más me indigna –denunciaba Sampedro- es la indiferencia con que se contemplan las cosas, y la ignorancia y la soberbia de los dirigentes.
Pero nos gobiernan a través del miedo. Somos hormigas debajo de sus botas, que diría Ramiro Pinilla. Y ahora esa estúpida distancia, que lo deforma aún más todo. No les intimida pasar sus vacaciones con un narcotraficante, pero no soportan que se les acerquen ciudadanos indignados y desesperados. 

lunes, 8 de abril de 2013

La libertad sin hombres libres


Toda la historia del mundo es la historia de la libertad, defendía Albert Camus. Dice Esperanza Aguirre que la Thatcher y Churchill son los políticos europeos que más han hecho por la libertad en el siglo XX. Especialmente Margaret, que exaltó y abrazó al dictador Pinochet como el arquitecto de la democracia chilena –dijo textualmente-, desvelando así su contaminada y controvertida percepción del concepto.

Aguirre bucea en el error de equiparar la libertad al liberalismo siempre, por supuesto, desde el punto de vista económico, no civil. Que es lo que de verdad abanderan y defienden quiénes para ser libres, combaten la libertad de los demás.
 Para ellos la libertad es una carta en blanco a la medida de sus intereses económicos; abajo la regulación y la intervención del estado, fuera los sindicatos –Thatcher los diezmó sin compasión-, todo es negocio y mercado, por eso la iniciativa privada tiene que sustituir a la pública. Sin normas, sin problemas de conciencia, sin inconvenientes derechos laborales, con los menores costes de producción posibles y, por supuesto, todo ello aderezado con una exigua contribución fiscal. Incluso Locke advierte que donde termina la ley, empieza la tiranía.

Lo que hizo Thatcher como precursora del neoliberalismo más despiadado, fue hacer más ricos a los ricos, y más pobres a los pobres que, como escribió Voltaire, ‘en todas partes son siervos’. Dinamitar sindicatos, privatizar y recortar. Sacrificar ciudadanos en aras de un futuro incierto, que para colmo ha devenido en fracaso.

La errática circunstancia de que fue aliada del actor Ronald Reagan, quien trató de compartir sus brutales recetas económicas y sociales y que podría ostentar el disputado honor de ser el peor presidente que haya padecido Estados Unidos, no ayuda a quiénes se esfuerzan en evocar una prestigiosa biografía de una dirigente sin un ápice de sensibilidad, que es el ingrediente más ineludible en política.

El feroz pragmatismo capitalista del liberalismo Thatcher, que exalta Aguirre, nos ha conducido a donde estamos, por mucho que algunos aún lo aplaudan. A que el estado sea una mera marioneta de los mercados financieros, y de la avaricia de quienes los controlan. Con la receta de la insensible dama de hierro nadie defenderá a los más débiles de la desigualdad y de la injusticia.

En realidad, como enunció Marx, la libertad ha existido siempre, pero unas veces como privilegio de algunos, y otras veces como derecho de todos. Pero no tiene nada que ver con el liberalismo que, como criticó Amiel, es una abstracción, porque cree posible la libertad sin individuos libres.

Qué pequeña es la luz de los faros de quien sueña con la libertad, canta Sabina. 

viernes, 5 de abril de 2013

Los demócratas que no amaban la democracia


Varios opositores rusos fueron detenidos hace unos días en Moscú y San Petersburgo por participar en mítines no autorizados. Se congregaron, como hacen cada 31 de marzo, para defender el derecho de reunión que ampara la constitución rusa y que el Gobierno soslaya, en un reiterado ejercicio de falta de democracia a los que Putin nos tiene, desafortunadamente, acostumbrados. Lo publicaron los periódicos con un halo de lógica reprobación, y los lectores españoles lo calificaron de escándalo en sus comentarios de las ediciones digitales.

Es curioso porque la escena es, por desgracia, demasiado mimética a las que se suceden en España, aunque aquí, al parecer, se interpreta al revés: Los antidemócratas no son quienes reprimen –el Gobierno-, sino los que protestan ante procesos de desahucios ilegales (como ya ha sentenciado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea), brutales recortes o simplemente corrupción, causa que por si sola ya merece enérgicos reproches, especialmente cuando está instalada incluso dentro del gobierno y no se ataja. Véase el caso Mato.

Así, dos gobiernos que actúan con la misma saña a la hora de reprimir manifestaciones ciudadanas, se perciben y califican de forma diferente según el protagonista sea ruso o español. Añadiendo el hecho de que aquí, el gobierno del Partido Popular ha reprimido con reprobable violencia incluso concentraciones ciudadanas que autorizó previamente.

Si un ruso toma la plaza roja para reivindicar justicia, es un demócrata. Si un español se manifiesta delante del Congreso es lo contrario, antidemócrata, y no solo eso, sino que además se apellida perroflauta, filoterrorista, etarra, libertino y desestabilizador. A todo ciudadano español que ejerce su derecho a manifestarse, a todo aquel que no piensa como el Partido Popular se le desprecia y descalifica con alguno de estos epítetos.

La democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás, proclamó Churchill. Pero, en la era Rajoy, ser demócrata consiste en oir, ver y callar, y a ser posible aplaudir con entusiasmo al gran líder que ya, como en el imaginario orwelliano se nos aparece en forma de holograma en las pantallas de televisión.
Las discrepancias, como en la Rusia de Putin, en la Cuba de Castro, o en la Meca saudí, son un acto de insurrección contra la patria. Todo el que protesta es terrorista, porque seguimos enganchados a aquella delirante cantinela de la conspiración judeo masónica.

El Gobierno cree que puede actuar por encima de las leyes, y ordenar a la policía y a los jueces a quién tienen que detener y porqué. Y cuando un juez no hace lo que ellos quieren -encarcelar y procesar manifestantes- le insultan, como al pijo ácrata de Pedraz. El Ministerio del Interior no deja de dar instrucciones para amedrentar a los ciudadanos. Porque ingenuamente consideran que todo lo que a ellos les parece antidemocrático es también ilegal. No fuera malo.
Que un banco se quede con tu vivienda después de años abonando plazos de la hipoteca y que aún, sin casa, tengas que seguir pagando, es claramente antidemocrático, amén de notoriamente injusto. Pero no ilegal. Por culpa de partidos políticos como el PP que teniendo mayoría absoluta se niega a prohibirlo. Pero eso sí, que no les peguen pasquines en la puerta de sus casas.

Infinitamente más escandaloso que una cacerolada debajo de casa resulta que, ayer, una concejala del PP de Madrid haya sido capaz de paralizar un desahucio en Madrid después de conseguir que lo ‘ordenara’ la alcaldesa, Ana Botella, quien –al parecer- tiene el insólito y preocupante poder de actuar por encima de los jueces y de la justicia. Vamos, que con dos llamaditas se pasa la sentencia de desahucio por el palo de golf y las burbujas del spa portugués.

A ver si va a resultar que la diferencia entre una dictadura y una democracia, como decía Bukowski, consiste en que en la democracia puedes votar antes de obedecer las órdenes.

Debemos buscar para nuestros males otra causa que no sea la indignación y la impotencia de los ciudadanos. Solo así nos protegeremos de los salvapatrias que no hacen más que pervertir la democracia para que sirva a sus intereses.

martes, 2 de abril de 2013

El porvenir que no viene nunca


Baltasar Gracián decía que lo único que realmente nos pertenece es el tiempo, incluso aquel que no tiene otra cosa cuenta con eso. Pero la gente vulgar, advierte Schopenhauer, solo piensa en pasar el tiempo, y el que tiene talento en aprovecharlo. Si amas la vida, no desperdicies el tiempo, porque la vida esta hecha de él, dice un proverbio francés.

Un chino ha pasado seis años jugando en un cibercafé, del que de vez en cuando salía para darse una ducha. Mientras tanto un español, de apellido Bárcenas, ha viajado en un continuo bucle de ida y vuelta a Suiza para ir construyendo un fabuloso castillo de euros, que fermentó entre vapores de chocolate junto a las fortunas de Pujoles y Borbones. Son dos maneras de malgastar el tiempo. Quien lo desperdicia en el hedonismo esclavo de un estúpido juego, o quien no ha creado nada más que montañas de dinero para poder comprar hasta los abrazos, que solo son gratis entre los pobres. Porque no puede comprar más tiempo, solo más espacio. Más metros cuadrados de casa y más hectáreas de limonares.

El mundo es tan raro que mide el éxito de una persona por su capacidad de ganar dinero. Algo que nunca necesitaron, e incluso despreciaron, algunos de los filósofos, escritores y científicos más brillantes de la historia, apasionados por crear y descubrir, y no por acumular.

Ahora la vida no es tiempo, sino dinero. Todas las noticias de los periódicos cuentan cuánto tiene, gana o pierde cada cual y, últimamente, cuánto nos roban a los ciudadanos que no tenemos. Incluso pagamos por estar al día de estos tránsitos mercantiles.

Un vecino de Retuerta del Bullaque, en Ciudad Real, ha estado treinta años usando un meteorito de cien kilos para prensar jamones, sin saber que el peculiar siderito había caído del cielo y que podían haber obtenido algún rédito económico por él. Han aparecido setecientos kilos de cocaína en el avión de Affelou, rey del dos por uno en gafas, y alguien pretende que nos escandalice que Alberto Núñez Feijoo se relacionaba hace veinte años con un potente narcotraficante, cuando el mismo Borbón con absoluto descaro se proclama hermano del dictador de Arabia Saudí que ejecuta a homosexuales y corta las manos a los ladrones, o del monarca de Marruecos que no conoce la palabra democracia.

Quienes nos gobiernan siempre están dispuestos a ceder a los deseos del dinero, que se multiplica en los tráficos de influencias, de armas y de drogas; en la mayoría de las operaciones financieras e inmobiliarias a gran escala y hasta en las compañías eléctricas. Para crear más riqueza y más empleo, justifican. Y para que ellos tengan más, nosotros tenemos cada vez menos, y así nos quieren convencer de que se restaura el podrido sistema que a ellos les hizo ricos y a nosotros pobres y que, por tanto, no conviene modificar.

Te llaman porvenir porque no vienes nunca, recitaba Ángel González. Pero entre las noticias de los periódicos el otro día se coló, presumiblemente por error, un rayo de esperanza. Una mujer alemana lleva dieciséis años viviendo sin dinero. Dejó su trabajo de funcionaria y empezó una vida ajena a las primas de riesgo, las obligaciones fiscales y las vicisitudes de los mercados financieros. Fue una liberación, confiesa. Pasa el mismo hambre que nosotros, pero es dueña de su dignidad.
Como ya avisó Ernesto Sábato, al parecer la dignidad de la vida humana no estaba prevista en el plan de globalización.