Nada más conocer el inquietante asunto de la lámpara encendida en la
habitación vacía, mis hermanas coincidieron ayer en precipitar la imposible eventualidad
de un asesinato. La escena del quimérico crimen sigue ahí, detenida. Nadie apaga
la luz ni cierra las persianas. Y esa incertidumbre excita el deseo que todos
llevamos dentro de descubrir un asesinato desde la ventana, siempre que la víctima
–claro está- nos sea suficientemente ajena.
La cuestión es rotundamente improbable. Por una imperiosa razón. En esa
habitación ya hubo un asesinato. Fue un asunto que nunca nos quedó claro, a
nosotras –digo- porque quizá el caso haya sido archivado con toda solvencia. La
ventaja de no saber la verdad de algunos incidentes es que pueden fabularse
extraordinarias conjeturas que entretienen mucho, aunque con frecuencia deriven
en teorías siniestras o inverosímiles. Lo veo todos los días en la prensa.
Hace muchos años supimos por el periódico que había aparecido un cadáver
en ese piso. En el sofá, delante de la televisión. El suceso fue bautizado por
las Pérez como “lo horroroso”. Nadie conocía
al finado. Se supo que era un hombre, que vivía de alquiler y que llevaba muy
pocos meses ahí. De hecho, ese primer piso nunca había sido utilizado como
vivienda. Hoy la ventaba está protegida por una reja de hierro pero, entonces,
cuando el inquilino se asomaba su salón daba directamente a la calle. Parecía
la barra de un bar. Ni siquiera el afán detectivesco de las Ruten, capaces de
husmear en el pedigrí de cualquiera, consiguió llegar a desvelar la identidad
del fallecido.
La noticia decía que habían encontrado un hombre muerto en su casa. Pero
para ser una muerte natural se tomaron demasiadas molestias. Hubo muchos
movimientos extraños. El primer día vino la policía, la ambulancia y hasta los
bomberos. Por los golpes que daban –declararon sus vecinos Juan y Marisol en la
panadería- fue evidente que echaron la puerta abajo. La incógnita es quién les
alertó porque posteriormente descubrimos nadie vino nunca a hacerse cargo de
sus pertenencias. De hecho, acabaron en la basura. También más cosas.
Tampoco ningún vecino dio la voz de alarma. Solo viven tres en la mano
contraria, en la escalera de la derecha. Tenemos los testimonios de todos
ellos. Ninguno llamó a la policía porque no se olieron nada extraño. En realidad,
fueron las Ruten quienes dirigieron la investigación y nos suministraron estos
datos.
Pero al poco llegaron otros hombres, esta vez vestidos sin uniformes, en
coches sin luces. Intentando inútilmente no llamar la atención. Antes de entrar
se colocaban unos guantes de plástico azules. Ahora hubiesen pasado
desapercibidos, pero en aquel momento no. Era raro. Fuera de los quehaceres
domésticos únicamente invita a pensar que esas manos buscan indicios de un
crimen. Precintaron las ventanas y la puerta con cinta azul y blanca que al día
siguiente rompieron otros dos hombres y una mujer esta vez embutidos en un
buzo, con mascarillas, guantes y gorros. Lo que ahora llaman EPI. Pues eso, un
traje completo anticontaminante.
Después de varias horas abrieron la ventana y sacaron por ella un sofá
azul envuelto en plástico -como las petunias de Petrita- que dejaba ver una
enorme mancha sospechosamente oscura. Nosotras seguimos la operación desde las
ventanas conteniendo el aliento. Abandonaron el sofá en la acera, junto al
contenedor. La Pérez casi se desmayan. Estuvieron sin bajar la basura los tres
días que permaneció allí, abandonado en la calle. También se desnudaron los
trajes de protección y lo echaron todo al contenedor. “Eso es una porquería”, protestó Petrita.
Días más tarde vino una empresa desinfectante camuflados, también, en un
exceso de parafernalia. Pero eran los tiempos de éxito de CSI. Antes de bajar
las persianas, al terminar la faena, pudimos ver que metieron ropa y varios
enseres en unas cajas de cartón que permanecieron allí muchos meses en el salón
vacío. Al fin, ya cerca de Navidad, una noche dos hombres las llevaron al
contenedor. Por supuesto, con estos ingredientes todos apostábamos por un
asesinato a sangre fría.
Desde entonces el extraño piso ha estado vacío. La lámpara lleva ya tres
días encendida pero esta mañana, cuando levanté mi propia persiana, tuve la
impresión de que había algo fuera de su sitio. Recité los elementos de la
estancia hasta que eché de menos algo. Eso es. Ha desaparecido el cuaderno que
estaba encima de la mesa. Alguien entra, se lleva el cuaderno, sale y no apaga
la luz. Mi hermana Bego dice que esta cuarentena no necesita un crimen, pero sí
un poco de intriga.
He ido a desayunar al frente sur. El niño de Conchita y Pepe ya ocupa su
puesto de observación en la ventana del patio. Tiene un arañazo largo y rojo en
la cara, porque ayer se acercó demasiado a los gatitos y asustó a la gata
madre. Ya no hace tanto caso al loro, y su madre se queja porque no le limpia
la jaula.
Después he pasado toda la mañana en el despacho. A menudo se me olvida
que estoy encerrada. Hace tiempo que trabajo con un calendario delante, que
miro constantemente para saber que hoy es jueves y que llevo cuarenta y ocho
días aquí. Últimamente sueño con lo que leo. Así que procuro no echar un
vistazo a la prensa ni a ningún otro informe antes de dormir. He cogido miedo
desde que la otra noche llamaron a mi puerta dos policías para sacarme de casa.
Uno de ellos insistía en que tenía que ‘desescalarme’. “Simétricamente, señora”, apuntaba muy serio el otro. Aparecieron
en escena mis vecinos. “No ha ido ni a la
peluquería”, me reprochaba Pulcro, y
al girarme vi en el espejo del recibidor que mi pelo y mis cejas eran de color
ceniza. “Una vez por semana viene su
hermana, en un coche amarillo, a dejar las provisiones”, relataba Emilio a
los policías. Yo estaba muy confusa. Al final uno de ellos me preguntó: “¿sabe usted qué día es hoy?”. Entonces
bajó la escalera el hijo de Conchita y Pepe. Le seguían un gato rubio y otro
negro. Tan grandes que me di cuenta de que ya había llegado otra vez el
invierno.