jueves, 30 de abril de 2020

DÍA 46: El sueño




Nada más conocer el inquietante asunto de la lámpara encendida en la habitación vacía, mis hermanas coincidieron ayer en precipitar la imposible eventualidad de un asesinato. La escena del quimérico crimen sigue ahí, detenida. Nadie apaga la luz ni cierra las persianas. Y esa incertidumbre excita el deseo que todos llevamos dentro de descubrir un asesinato desde la ventana, siempre que la víctima –claro está- nos sea suficientemente ajena.
La cuestión es rotundamente improbable. Por una imperiosa razón. En esa habitación ya hubo un asesinato. Fue un asunto que nunca nos quedó claro, a nosotras –digo- porque quizá el caso haya sido archivado con toda solvencia. La ventaja de no saber la verdad de algunos incidentes es que pueden fabularse extraordinarias conjeturas que entretienen mucho, aunque con frecuencia deriven en teorías siniestras o inverosímiles. Lo veo todos los días en la prensa.
Hace muchos años supimos por el periódico que había aparecido un cadáver en ese piso. En el sofá, delante de la televisión. El suceso fue bautizado por las Pérez como “lo horroroso”. Nadie conocía al finado. Se supo que era un hombre, que vivía de alquiler y que llevaba muy pocos meses ahí. De hecho, ese primer piso nunca había sido utilizado como vivienda. Hoy la ventaba está protegida por una reja de hierro pero, entonces, cuando el inquilino se asomaba su salón daba directamente a la calle. Parecía la barra de un bar. Ni siquiera el afán detectivesco de las Ruten, capaces de husmear en el pedigrí de cualquiera, consiguió llegar a desvelar la identidad del fallecido.
La noticia decía que habían encontrado un hombre muerto en su casa. Pero para ser una muerte natural se tomaron demasiadas molestias. Hubo muchos movimientos extraños. El primer día vino la policía, la ambulancia y hasta los bomberos. Por los golpes que daban –declararon sus vecinos Juan y Marisol en la panadería- fue evidente que echaron la puerta abajo. La incógnita es quién les alertó porque posteriormente descubrimos nadie vino nunca a hacerse cargo de sus pertenencias. De hecho, acabaron en la basura. También más cosas.
Tampoco ningún vecino dio la voz de alarma. Solo viven tres en la mano contraria, en la escalera de la derecha. Tenemos los testimonios de todos ellos. Ninguno llamó a la policía porque no se olieron nada extraño. En realidad, fueron las Ruten quienes dirigieron la investigación y nos suministraron estos datos.
Pero al poco llegaron otros hombres, esta vez vestidos sin uniformes, en coches sin luces. Intentando inútilmente no llamar la atención. Antes de entrar se colocaban unos guantes de plástico azules. Ahora hubiesen pasado desapercibidos, pero en aquel momento no. Era raro. Fuera de los quehaceres domésticos únicamente invita a pensar que esas manos buscan indicios de un crimen. Precintaron las ventanas y la puerta con cinta azul y blanca que al día siguiente rompieron otros dos hombres y una mujer esta vez embutidos en un buzo, con mascarillas, guantes y gorros. Lo que ahora llaman EPI. Pues eso, un traje completo anticontaminante.
Después de varias horas abrieron la ventana y sacaron por ella un sofá azul envuelto en plástico -como las petunias de Petrita- que dejaba ver una enorme mancha sospechosamente oscura. Nosotras seguimos la operación desde las ventanas conteniendo el aliento. Abandonaron el sofá en la acera, junto al contenedor. La Pérez casi se desmayan. Estuvieron sin bajar la basura los tres días que permaneció allí, abandonado en la calle. También se desnudaron los trajes de protección y lo echaron todo al contenedor. “Eso es una porquería”, protestó Petrita.
Días más tarde vino una empresa desinfectante camuflados, también, en un exceso de parafernalia. Pero eran los tiempos de éxito de CSI. Antes de bajar las persianas, al terminar la faena, pudimos ver que metieron ropa y varios enseres en unas cajas de cartón que permanecieron allí muchos meses en el salón vacío. Al fin, ya cerca de Navidad, una noche dos hombres las llevaron al contenedor. Por supuesto, con estos ingredientes todos apostábamos por un asesinato a sangre fría.
Desde entonces el extraño piso ha estado vacío. La lámpara lleva ya tres días encendida pero esta mañana, cuando levanté mi propia persiana, tuve la impresión de que había algo fuera de su sitio. Recité los elementos de la estancia hasta que eché de menos algo. Eso es. Ha desaparecido el cuaderno que estaba encima de la mesa. Alguien entra, se lleva el cuaderno, sale y no apaga la luz. Mi hermana Bego dice que esta cuarentena no necesita un crimen, pero sí un poco de intriga.

He ido a desayunar al frente sur. El niño de Conchita y Pepe ya ocupa su puesto de observación en la ventana del patio. Tiene un arañazo largo y rojo en la cara, porque ayer se acercó demasiado a los gatitos y asustó a la gata madre. Ya no hace tanto caso al loro, y su madre se queja porque no le limpia la jaula.
Después he pasado toda la mañana en el despacho. A menudo se me olvida que estoy encerrada. Hace tiempo que trabajo con un calendario delante, que miro constantemente para saber que hoy es jueves y que llevo cuarenta y ocho días aquí. Últimamente sueño con lo que leo. Así que procuro no echar un vistazo a la prensa ni a ningún otro informe antes de dormir. He cogido miedo desde que la otra noche llamaron a mi puerta dos policías para sacarme de casa. Uno de ellos insistía en que tenía que ‘desescalarme’. “Simétricamente, señora”, apuntaba muy serio el otro. Aparecieron en escena mis vecinos. “No ha ido ni a la peluquería”, me reprochaba Pulcro, y al girarme vi en el espejo del recibidor que mi pelo y mis cejas eran de color ceniza. “Una vez por semana viene su hermana, en un coche amarillo, a dejar las provisiones”, relataba Emilio a los policías. Yo estaba muy confusa. Al final uno de ellos me preguntó: “¿sabe usted qué día es hoy?”. Entonces bajó la escalera el hijo de Conchita y Pepe. Le seguían un gato rubio y otro negro. Tan grandes que me di cuenta de que ya había llegado otra vez el invierno.

miércoles, 29 de abril de 2020

DÍA 45: Una lámpara encendida


Alguien se ha dejado la luz encendida en el primer piso del edificio vacío. El asunto es inquietante porque ni siquiera sabía que estaba habitado. Hace más de diez años que se fueron los últimos inquilinos y desde entonces las siete plantas están vacías. La pintura de las ventanas de madera se ha borrado y algunas persianas se han desprendido y yacen desvencijadas sobre el alfeizar. Desde otras apenas se ve el interior de las habitaciones porque el tiempo ha ido volviendo opacos los cristales.
En el quinto hay uno roto y por ese hueco se cuelan las palomas. La terraza tiene una tejavana de uralita, que suena con un peculiar traqueteo cada vez que sopla el sur. Es un edificio grande, esbelto y rotundo, con relieves de adorno en algunos de los pliegues de las cornisas blancas.
Ayer por la noche, al ir a cerrar la ventana, vi una lámpara de pie encendida en el primero. Extrañamente los cristales están desnudos, sin cortinas. Veo una mesa de madera oscura con un ordenador negro, un sillón, una papelera y un perchero. Me sorprendió que fueran las diez y la luz siguiese prendida.
Pero es que esta mañana seguía igual. A mediodía, también, y por la noche. la bombilla seguía todavía prendida. Como si alguien hubiese salido a la cocina a prepararse la cena y fuese a aparecer de un momento a otro. Una estancia vacía con una luz encendida es un lugar que espera a alguien. O una ausencia inquietante, inesperada. Sí, eso es. Un suceso repentino. Algo tuvo que pasar para que esta oficina, siempre a oscuras, oculta tras una persiana, se haya revelado ahora a nosotros. Se exhiba así, de esta forma tan perturbadora.
Es una oficina sin personas. Ahora caigo en que tampoco tiene alfombra. Hay algo extraño en la habitación que le hace parecer desnuda, como si solo fuese un escenario. Sobre la mesa hay un ratón sin alfombrilla y un cuaderno, que podría ser una agenda azul. No alcanzo a ver nada más, porque desde mi ventana solo percibo parcialmente la estancia. La lámpara tiene un sombrero, una mampara de campana blanca muy clásica. En nuestro viejo salón había una así, sobre un pie de bronce. El día que la jubilamos ya era un poco amarilla. Antes de despedirnos de ella las hermanas Agüero la decoramos con rotuladores. La vimos marcharse desde la ventana abrazada a un señor de buzo azul y nos daba la risa que nuestra ridícula obra pictórica se estuviese exhibiendo en la calle. Después la metieron en un camión y se la llevaron. Con ella se fueron las primeras lecturas con mamá. La pequeña se sentaba en su regazo, Bego y yo cada una en un brazo del sillón. Ella nos tomaba la lección o nos leía cuentos. Debajo de esa lámpara nos enseñó a dar puntadas sobre un trapo viejo y luego aprendimos a manejar las agujas de punto. Allí se hacían las confidencias en los ratos de costura. Cuando mamá no estaba yo me sentaba en su lugar ,y la mediana y pequeña Agüero ocupaban los brazos del sillón. También él se marchó unos días antes que la lámpara, con su compañero gemelo –la butaca de la abuela Estrella- y el sofá de papá. Cada uno tiene un sitio, así fue en el salón y así era en el comedor y en la cocina. Jamás se nos ocurrió alterarlo. Después llegó otra lámpara moderna, sin mampara blanca. Y otros sillones. Pero ya no éramos seis para habitarlos. Aquí están, huérfanos como los bancos de un parque umbrío.

La lámpara se prendía tirando de una cadena delgada de diminutas bolas doradas rematada con una borla granate. Era tan suave que nos hacía cosquillas cuando nos acariciábamos con ella la cara. La luz era amarilla y si mirabas por debajo de la mampara la bombilla te cegaba los ojos. En casa de Petrita hay una parecida, queda al descubierto cuando sube las persianas hasta arriba. Cosa que solo ocurre con escasa frecuencia, si tiene invitados a comer. Siempre pone canapés de jamón york, queso, langostino y mahonesa, un plato de sopa y redondo de ternera con puré de patata. Una vez en aquel comedor antiguo de madera, miré los candelabros de bronce y la lámpara, y al meter la cuchara en la boca me sacudió un relámpago de nostalgia, una congoja infinita.

El caso es que todos los vecinos se han dado cuenta. El misterio del despacho con la luz encendida nos tiene atrapados en una minúscula intriga que en este largo confinamiento, 46 días, supone toda una novedad. 
Es evidente que alguien entró ayer en esa oficina y en un descuido se marchó sin apagar la luz y dejó las cortinas abiertas. Es demasiado raro. No parece probable que alguien tenga un despiste así. ¿Y si hubiese alguien todavía dentro? estoy dando por hecho que lo que veo es la realidad. Pero solo soy capaz de percibir una esquina de la estancia, ni siquiera toda la habitación. Puede ser que esa lámpara ilumine otra escena que se escapa a mi vista porque transcurre al fondo.
También me pregunto qué ha ido a hacer ahí. Es un despacho o una oficina. Pero no puede ser un servicio esencial, no debería estar ocupada en este estado de alarma. Aunque siendo objetivos, el asunto se ha empezado a reblandecer. Mis vecinos, por ejemplo, se han empezado a ‘desescalar’ solos, sin esperar las instrucciones de la autoridad. Enfrente tenemos un despacho de abogados donde ya cumplen su horario laboral normal. Los primeros días venían a escondidas y se escapaba la luz por las grietas de las persianas bajadas. Ahora, con menos reparos, ya las levantan a media asta. Qué decir de las salidas diarias de Pulcro, Paco y don Ramón.
El hijo de Conchita y Pepe ha descubierto la libertad y aprovecha la hora de alivio infantil –que Emilio cronometra con insultante tacañería- para colarse por el descampado y llegar hasta nuestro patio roto. Pasa sesenta minutos con los gatitos recién nacidos. “¿Para eso sales de casa? vete al muelle a ver la bahía”, le espetó ayer Marichelo. “Damián solo va a casa de Rebeca y a él no le decís nada”, respondió el niño. Es cierto, ya se 'descalarán' por si solos cuando se les pase la efervescencia.


martes, 28 de abril de 2020

DÍA 44: La extraña



Hoy me desperté y no quise abrir los ojos. Me entretuve fabulando. Me imaginé atrapada dentro de mí. Que había sufrido un terrible traumatismo y no podía hablar, ni moverme. Entonces me imaginé todo el día a solas con mis pensamientos, elaborando teorías y argumentos, soñando, reviviendo escenas del pasado. En principio no me pareció tan desagradable.
Solo era capaz de oír. No sé por qué decidí conservar esa facultad. Me quedarían la música y la radio. Podría venir alguien a leerme libros. Pero cómo pedirlo, cómo pedir una canción, qué emisora quiero escuchar. Cómo impedir las confesiones de las visitas. Cómo negarme a que me vean en el impúdico escaparate de esta frustración. No poder participar nunca de nada, no poder conversar, expresar. Podré seguir viviendo en esta prisión que es una tortura. Cuando ya estoy suficientemente asustada, aún me hago más daño y me preguntó si será así el después. Si solo existiré en mi propio pensamiento. Si la condena será esa, encadenarme a mi propio yo.  Me sugestioné de tal manera que no me atrevía a intentar abrir los ojos, por si los párpados estaban pegados.
Después, me decidí por otro supuesto que me pareció menos trágico. Acababa de despertar de un coma y me encontraba sola en una habitación que no reconocía. Solo veía a mí alrededor personas con máscaras, caretas de plástico transparente y buzos de color verde pálido. Entonces empezaría a hacerme preguntas. Recordaría haberme dormido antes de la epidemia de coronavirus. No sé, por tanto, nada de esta pandemia y las imágenes que veo a mi alrededor me resultan insólitas, inexplicables. Así que despierto en un hospital, rodeada de tantas precauciones que me imagino portadora del polonio que mató al espía ruso, del ébola o de otra maldición aún mayor. La otra posibilidad que me sacude como un calambre de terror es que estén experimentando con mi cuerpo algo pavorosamente mortal y doloroso.
Al final, me rindo. Lo menos horrible es el presente. Decido pensar en algo más inmediato y frívolo como el pan tostado del desayuno. Hoy, para sofocar esta crisis existencial matinal voy a darme el capricho de tomar mantequilla.
Así que cuando voy a abrir los ojos convencida ya de mi buena estrella, alegre porque conservo intactos todos mis sentidos, oigo los ladridos desaforados e histéricos de la señora de los tres perros. No es ninguna equivocación. La que la ladra, es ella.
La señora de los tres perros sale todas las mañanas y todas las noches al contenedor de la basura con un trozo de casa. Es como si se dedicase a hacer leña con los muebles y las puertas. Inmediatamente después suele salir Pulcro al acecho, porque le encanta husmear cachivaches de deshecho. Si le interesa lo traslada a su garaje –la mazmorra, que dice mi hermana Bego- donde se pergeñan aparatos tan extravagantes como inútiles. Pulcro es un hombre de remiendos. Se le estropea la correa del reloj y se improvisa una nueva pulsera con la cadena de una cerradura. En una ocasión le abollaron la puerta del coche. La cambió por otra de un desguace. Lástima que nunca ha sido del mismo color. Pero ahora tiene la competencia de las familias rumanas del carrito, las que acampan en el solar de nuestro patio roto, que trabajan recogiendo trastos en las basuras. De allí desciende, con inquebrantable puntualidad, cada amanecer y cada ocaso la señora de los tres perros.
Anoche traía dos pedazos de madera con la inquietante apariencia de haber sido mutilados a hachazos. Lleva así toda la cuarenta y me pregunto con verdadera curiosidad cómo tendrá la casa, si estará ya hecha jirones.
El domingo depositó el respaldo de una silla rota y el lunes un perchero mutilado. Entre los gestos de desaprobación, desde los miradores, de Petrita y de las Ruten. Lo cierto es que me entretengo recomponiendo el puzzle, tratando de adivinar a qué pertenecen los restos. Para rematar, ella tiene una imagen descuidada y un genio vivo, más bien en constante combustión. Grita a los perros sin piedad. Con ese humor y esa afición a descuartizar muebles, uno imagina que podría hacer lo mismo en otras circunstancias. Quiero decir con otro material. Por eso cada viaje al contenedor es una alegría cuando compruebo que los tres perros siguen con aliento.
Ella tiene una extraña apariencia. Nunca la he visto con abrigo. Siempre lleva bata azul y zapatillas rosas, da igual que sea invierno que primavera. Fuma muchísimo, tiene el pelo canoso recogido en un moño, chilla a los perros y no les deja moverse mucho. No tienen nombre. Todos son “chucho” o “bicho”, a veces incluye el apellido “de mierda”. Viene enfadada de serie. Nunca le he conocido alegre. También es verdad que allí por donde pasa la gente le va haciendo pasillo, los ahuyenta con su delicado carácter por lo que, presumo, que no tendrá tampoco mucho contacto con su propia especie. En cuanto a los perros, deberían tomar ejemplo de mi calcetín azul y lanzarse con valor a la fuga. Pero ahí  siguen, gimoteando cada vez que les reprende. Es decir, continuamente gimoteando mientras ella hace astillas la casa.
La otra noche paso Damián y ella le lanzó una propuesta tan desvergonzada que al platas le temblaron los bíceps. Petrita se santiguó, Palmira Ruten se tapó la boca, las Pérez los oídos. Y yo cogí un hacha y me puse a hacer astillas la mesa camilla en la que, durante tantos años, me la he imaginado haciendo collares de ganchillo para sus ‘chuchos’.

lunes, 27 de abril de 2020

DÍA 43: Dos gatos y una breve desaparición



Han nacido dos gatitos en mi patio roto. Nadie diría que son hermanos, uno rubio y otro negro. No se separan de la gata madre y aún bostezan con los ojos cerrados. Nos tienen encandilados, no hacemos más que mirar por la ventana hacia el solar cubierto de hierba donde habitan. Celebramos con entusiasmado deleite cada pequeño gesto de los mininos. Ha venido de visita una gaviota, arisca y chillona. Empezó a dar pasos cortos hacia ellos, despacio, mirando curiosa y torciendo el pico. La madre se desahogó como una soprano con un grito agudo y agrio.  Extendió una garra amenazante y la gaviota levantó el vuelo respondiendo con otro ensordecedor chillido.
El niño de Conchita y Pepe está tan contento que ayer –día de la liberación de la infancia- no quiso salir de casa. Fue imposible. Insistió su madre, luego su padre. Después le pusieron al teléfono con su abuelo. Videollamada con su madrina. Nada, que el niño no abandonaba su puesto de observación en la ventana del patio.
Pidió –eso sí- unos prismáticos y desde aquellas lentes nos iba narrando las vicisitudes de los gatines, con tal entusiasmo que parecía la reencarnación de Félix Rodríguez de la Fuente.
Los padres, finalmente, aceptaron decepcionados renunciar al paseo. “Miguelín, hijo, que te viene bien estirar las piernas”. “Dame el libro de animales y la tableta”, respondió el crío. Y al tiempo, desde su puesto de vigilancia, buscaba información sobre gatos. Ha leído tanto desde ayer que esta mañana ya le dio una conferencia a don Ramón mientras éste fumaba un puro en la ventana con la copa de coñac disimulada, sin mucho éxito.
El chaval ha estado muy ocupado en desmentir y rebatir el aluvión de lecciones, exhortaciones y reparos proferidos por los sabios del patio. Ahora somos una gran comunidad de jubilados asomados a la ventana. Como no hay ladrillo, pues se dicta sentencia sobre los gatos. Pero Miguelín ha aprendido mucho y no se ha dejado influir más que por la experta. Que solventó dos dudas iniciales del crío: Si los gatos comen sopa y si saben subir escaleras.
Pura se ocupa de alimentar los gatos del descampado. Todas las mañanas cuela comida por una rendija de la verja y les llena de agua los recipientes de plástico que ella misma provee. Los gatos, que son ariscos y protagonizan sonoras peleas por las noches en el patio, dejan que la mujer les acaricie con docilidad. Pero los recién nacidos todavía no se mueven, y la madre tampoco. Están resguardados junto al trozo de muro de la antigua casa de piedra que linda con nuestro patio. Así que Pura y Purita –madre e hija- ayer, desde la ventana, estuvieron tratando de bajar un cuenco con agua amarrado a una cuerda. La operación acumuló un número considerable de fracasos y fue seguida con notable interés por casi todos los vecinos que, cuando el recipiente se iba acercando a tierra empezaban a jalear con entusiasmo, como si el equipo propio acabase de coger la pelota y empezase a remontar hacia la portería contraria. El niño de Conchita y Pepe estaba muy preocupado por si se desprendía el cuenco y caía sobre los gatos. A cada rato, con impaciencia, los padres volvían a insistirle en el paseo.

El que si salió fue Pulcro. Pero en lugar de ir derecho a comer a casa de su hermana, como todos los domingos, pasó primero a buscar a Paco. Lo sé porque no le encontró. Llamó a la puerta de la tienda, primero suavemente, con un golpe de nudillo. Después cerró el puño y el aviso sonó con más fuerza. Empezó a llamarle por su nombre y acabó aporreando la puerta. Extrañado, sacó el móvil y le llamó por teléfono. Nadie contestó. Así que volvió sobre sus pasos y, desde el portal, llamó por el telefonillo a Emilio el ilustrado para ponerle al tanto de la segunda e inquietante desaparición de Paco. Al explicárselo, el eco de la calle amplificó como un altavoz las palabras de Pulcro y así, nos hemos enterado todos. Creo que hasta Petrita, que sigue apareciéndose a la hora del ángelus en el mirador, lo ha entendido todo por los gestos que me hacía en la distancia.
Esta vez han llamado directamente a Chelita, su hija. Como Emilio ha pedido detalles por el telefonillo, hemos sabido que Paco no estaba bien de ánimo. Dejar a Marichelo es la primera batalla, pero está muy preocupado por la tienda. Al parecer, hará unos dos años pidió un crédito para comprar el local, donde siempre había estado arrendado. Él no quería, solo pensaba en resistir hasta la jubilación. Pero Marichelo se empeñó en hacer el esfuerzo para dejárselo en herencia a Chelita. Desde que empezó la pandemia llenaba los días haciendo números rojos en una libreta negra.  

Emilio, don Ramón y Salvador han salido a buscar a Paco. Dice Pulcro que no les darán el alto porque hoy es el día infantil y no ha visto policía. El caso es que cada uno ha tomado un camino. En menos de una hora hemos visto regresar a Emilio y a Paco. Está flaco y gris como siempre, a semejanza de las hermanas Ruten. Camina cabizbajo. Les oigo entrar en el portal y al ascensor detenerse en el séptimo derecha. Han pasado de largo el piso de Marichelo. Al poco llegan el resto de los vecinos de la brigada de rescate.
Después, Chelita ha entrado en casa de Emilio. Todos dicen que Paco necesita ‘ayuda’. Eso supone que tendrá que ir a un médico. Siempre ha sido un hombre triste pero las preocupaciones del confinamiento han debido acentuar su fragilidad. Emilio le encontró en un banco del muelle. “Sin mascarilla”, delata Petrita por teléfono. Sabe más que yo de mi propio patio.
El caso es que Chelita dice que no se puede llevar a su padre a casa, y tampoco se atreven a quedarse aquí, en el piso, con Marichelo dentro. Al final, Paco les convence de que está bien y se marcha a su trastienda. Los demás se dispersan.
Lo cierto es que, aun con las mascarillas puestas, en mi comunidad se ha relajado tanto el confinamiento que casi todos los vecinos salen a diario a la calle con la excusa de comprar el pan o bajar la basura. Incluso el consejo vecinal veo que ya se reúne de forma presencial en la cocina de Emilio.
También me temo que soy casi la única que resiste el encierro sin trampas. Perpleja me quedé anoche con el discurso de don Ramón. Sostiene que hay que poner fin al confinamiento, cuando el suyo ni siquiera ha tenido un principio. Desde el 13 de marzo se pasea por Santander a diario con una bolsa de basura en la mano. Inexplicablemente aún no ha sido multado. En cambio, Rebeca salió a comprar y al regresar un policía le hizo abrir el carrito de la compra y le pidió el ticket. Cera depilatoria, tinte y espuma de pelo, cuatro sobres de sopa de pollo, esmalte de uñas, dos barras de pan, tres chocolatinas, dos botellas de vino, crema hidratante corporal y una barra de labios roja. “Mucho producto esencial, señora”, le dijo con mucha sorna. “No lo sabe usted bien”, replicó ella.
Don Ramón, en el fondo, tiene mentalidad de autoridad en urbanismo. Primero actúa sin permiso y luego exige la amnistía de la legalización. “Mirad esas criaturas que acaban de venir al mundo, tienen toda la vida por delante” –predicaba anoche desde la ventana- “¿Qué hacen los niños ya en las calles? Ellos tienen toda la vida por delante mientras los mayores estamos desperdiciando el poco tiempo que nos queda”.
La retórica de don Ramón antecede al levantamiento del dos de mayo, que con tal efusión previa va a resultar más reivindicativo que el original.


domingo, 26 de abril de 2020

DÍA 42: De calcetines y sartenes



Yo no quería tocar el calcetín azul que ayer llamó a la puerta de mi casa. Sentí el instinto de repudiar al impar hijo pródigo que había abandonado el tendal y que, ahora, me devolvía mi vecino Pulcro sosteniéndolo con la punta de sus dedos. Se balanceaba ante mí, tal vez arrepentido. Pero para mí era ya un extraño, ya no era el abrigo de mi pie izquierdo.
Dudé, pero al fin me atreví a decir: “Tíralo al felpudo”. Pulcro me miró incrédulo. Primero, a mí. Después al calcetín, ahora huérfano. Repetí la frase. Entonces se encogió de hombros y le dejó caer al suelo con cierta delicadeza, como la madre que empuja al niño a pedir perdón a su hermano.
El calcetín azul quedó perfectamente estirado. Lo contemplé con reprobación. No sentí lástima. Antes de devolverlo al hogar -si acaso procediese la amnistía- tendría que superar un severo proceso de descontaminación. Ha viajado mucho desde que la semana pasada decidió desprenderse de la pinza. Primero se enredó de polizón entre las prendas que Marichelo tiró al patio, salió a la calle y estuvo viviendo en la trastienda de Paco hasta que fue detectado y lo han obligado a regresar a casa.

Hasta ahora había sido fiel y obediente. A lo más, algunas veces jugaba al escondite en la lavadora. Cuando me daba cuenta, lo rescataba del tambor y le notaba más alegre al ir a colgarlo junto a su compañero. Esa es otra. Qué futuro le espera ahora a su gemelo. Es injusto que quede confinado en un cajón, que sufra el desuso que es una especie de cadena perpetua.
Me pregunto si podrá acostumbrarse a otra mitad, si consentirá en organizar turnos con otra pareja para salir del cajón y recorrer mundo. Es normal que el calcetín azul decidiese marcharse. Hace más de cuarenta días que nunca van a ninguna parte. No salen de mis zapatillas grises de  lana con suela de goma. No respiran aire libre, no pisan la calle, no habitan ningún zapato.
Al final, preventivamente, le he dejado castigado en el limbo del felpudo. Con la punta de un paraguas he conseguido empujarle debajo. Entiendo que superada la penitencia tendré que ser misericordiosa.

Ayer, después, sucedió algo extrañamente mimético. Porque a las siete de la tarde se produjo una asonada y algunos vecinos golpearon con rabia sartenes y cazuelas. Al principio pensé que conmemoraban la revolución de los claveles o la caída del fascismo en Italia. Pero cuando mi vecino el tieso abrió las puertas de su balcón –siempre cerradas al aplauso- con una cuchara y un puchero comprendí que aquello tenía un fin perfectamente opuesto. 
También fue un coro de impares, como si hasta ahora hubiésemos funcionado juntos, como una pareja de calcetines que lo mismo da poner en el pie izquierdo que en el derecho. Y eso, ayer, pareció quebrarse. Nos miramos con suspicacia y cierto recelo desde los cristales. Enfadados, indiferentes, resistentes… ayer empezamos a distinguir los estandartes que cuelgan de cada balcón. Algo antes absolutamente invisible, inexistente.

Hasta ahora el confinamiento ha sido una tregua. Una tragedia colectiva contra la que peleábamos todos juntos. Pusimos rostro y dignidad a trabajadores invisibles –muchos precarios o mal pagados- en cuyas manos estábamos ahora. Se arriesgaban para que a los demás no nos faltase una cama de hospital, para que las neveras estuviesen llenas. Hubo un éxtasis de generosa solidaridad, de extraordinario civismo incluso.
Peleábamos contra el mismo enemigo. La experiencia del confinamiento nos ha hecho reconocernos, aprender nuestros nombres, preocuparnos por el otro que hasta ayer era casi un extraño en la misma escalera. Algunos tuvieron la ingenuidad de predicar que esta cuarentena nos haría mejores personas.
Al parecer, en mi patio, tanta armonía, no es más que un espejismo, un tránsito. Como el primer día de clase, o la primera cena en la casa de Gran Hermano, cuando se inicia una experiencia colectiva, un confinamiento, lleno de buenos propósitos de papel.

En cuanto se ha empezado a disipar el miedo aparece el hastío, que conduce a la exasperación y degenera en enojo, irritación y cólera.
Sin acabar el confinamiento, seis semanas después vencida ya la excitación inicial, don Ramón se puso ayer a golpear una  sartén. “¡Con esa no, que es la que nos regaló el banco!”, le reprochó su mujer. “Déjale, que les está reclamando el dinero del rescate”, terció Damián el platas.

sábado, 25 de abril de 2020

DÍA 41: La profecía



Hoy he desayunado recorriendo  el contorno de Portugal en el mapamundi de la pared de mi cocina, susurrando repetidamente la palabra saudade y extrañando un ramo de claveles rojos para hacer una revolución desde mi ventana. Oigo en la radio que también Roma celebra hoy, 25 de abril, la caída del fascismo. Al instante, como redoble de tambores en el culmen de la batalla, cruza el patio el sonido destemplado de una trompeta. No es precisamente una melodía, pero en potencia el artilugio del niño de Conchita y Pepe podría reventar, además de tímpanos, la propia muralla de Jericó.
En la pletórica excitación de estas evocaciones, después del zumo y el café, se ha diluido la preocupación. Esta mañana me desperté con dolor de garganta. Una pequeña afección unilateral, de la amígdala derecha, pudiera ser. En principio nada más abrir los ojos noté una ligera molestia que, como es común en mí, me dejó completamente aterrorizada.
No me atrevía a pasar saliva por no alcanzar la certeza de que aquellas punzadas eran un dolor real. Aguanté cuánto pude, quieta, con el cuello rígido. Pero al final me venció la evidencia. Tragué y sentí el dolor. Repetí la operación sin desmayo, incluso forzadamente para comprobar hasta dónde llegaba la molestia. Al tiempo, repasaba mentalmente los protocolos de limpieza a los que, estos días, he sometido a las provisiones alimenticias. Todo lo que llega del exterior es convenientemente esterilizado. Hasta el punto de que, últimamente, me preocupaba más intoxicarme con lejía que contagiarme de coronavirus. Aun así, temo que haya podido suceder un descuido. Cuando hace una semana salí a la farmacia, o quizá alguna manzana que olvidé desinfectar.

Hoy es sábado y me hago la promesa de no pisar el despacho ni encender el ordenador después de una semana saturada de trabajo. Me decido a limpiar la casa. Lo que más me gusta es la parte del plumero.
A las doce se ha visto a Petrita en el mirador, pero sentada en una silla. Increíblemente las flores de sus macetas siguen vivas a pesar de estar envueltas en plástico transparente. Empiezo a valorar la posibilidad de que esté aplicando alguna técnica con similar efecto a las carpas de los invernaderos. Porque los geranios y las begonias siguen rabiando de color y entusiasmo.
Imagino que sopla una ráfaga fuerte que deshoja todas las macetas de mi calle y un remolino de pétalos rosas y amarillos, rojos y blancos, llena el cielo de efímera primavera. Vuelan un rato y luego se posan sobre las aceras, los coches y los contenedores. Y todo lo gris queda poéticamente contaminado de alegría.

En el lugar de esta fantasía ha aparecido un globo azul que el viento zarandea a un lado y a otro de la calle, con ondulante movimiento; sin llegar a rozar las fachadas cambia al rumbo hacia el oeste. Sube, sube, sube y de repente gira sobre sí mismo y empieza a descender en un vuelo suave, ligero. Se deja acunar por el aliento frío que hoy agita las copas de los árboles y hace temblar las macetas de los balcones.
Varios vecinos seguimos al globo azul, los niños de los aviones de papel extienden los brazos queriendo atraparle. En una pirueta baila cerca de mi ventana, tanto que parece que alcanzo a rozarle. Entonces sube muy alto y se despide hacia el este, se achica en la distancia.

El resto del día ha sido plácido. Me he asomado varias veces al ventanal del salón pero ni vuelve el globo, ni estalla una lluvia de pétalos. Sobre las siete y media Marichelo ha bajado la basura y ha aprovechado para estirar las piernas en un corto paseo. Es la primera vez que la veo desde que organizamos el rescate en el patio de las pertenencias de Paco que ella arrojó por la ventana. Recorre la calle peatonal, arriba y abajo, con paso rápido. Cuando ya lleva unas vueltas veo que se acercan Pulcro y Dandy por calle principal. Puede que haya colisión, ahora que sabemos que nuestro vecino es cómplice de la ausencia de su marido Paco. Me pregunto si hoy ya habrán terminado la partida en la trastienda que ahora es hogar.

Pulcro avanza rápido por una calle, Marichelo baja aun con mayor energía por la otra. Como era naturalmente previsible chocaron al confluir frente a nuestro portal. Pulcro casi descarrila, del sopetón de hallarse frente a frente con la mujer de su amigo. Ella empezó a exigirle conocer dónde está Paco. Me pregunto si será tan difícil adivinar que duerme en la tienda. Pero hete aquí que Marichelo piensa que Paco no ha salido del edificio. “Le tienes escondido en tu casa”, se la oye bramar. El interpelado, más cauto, habla casi en un susurro y no podemos entender nada. Han salido las Ruten al mirador. Se oye que alguien abre el portal. Han entrado los dos y suben discutiendo por las escaleras. De inmediato tomo posiciones en la mirilla. “Enséñame lo que llevas en la bolsa”, oigo vocear a Marcichelo. Todavía no puedo verlos. “No es de tu incumbencia”, replica airado Pulcro. En ese tira y afloja llegan al tercero. Les veo de frente subir por la escalera. Demasiado de frente porque, horrorizada, veo cómo Pulcro extiende la mano y suena el timbre de mi casa. Me quedo paralizada. No puedo abrir de inmediato porque delataría mi indiscreta presencia en la mirilla. Durante unos segundos intento dar algunos pasos silenciosos hacia atrás para simular que llego desde otra habitación. Aunque los reproches de Marichelo pueden sofocar cualquier ruido.
Al fin, me decido y abro la puerta. Pulcro está frente a mí, pero a una distancia prudente. Marichelo está prácticamente sobre él. De tanto vocear se le ha humedecido la mascarilla y se le mete dentro de la boca cada vez que aspira para soltar un nuevo improperio. Pulcro no dice nada. Yo miro estupefacta. Hasta que, al fin, mete la mano en la bolsa y saca algo que me ofrece. Marichelo queda muda. Mi calcetín azul, el que se suicidó el otro día del tendal. “Se confundió con las cosas de Paco”, explica.
Marichelo empieza a subir las escaleras pero desde el descansillo del cuarto se vuelve y lanza una última e inquietante profecía: “Ten cuidado, José Luis, porque Paco te arrastra a la ruina con las cartas”.
No sé si a Paco le pierde el vicio. Pero ahora sé que Pulcro se llama José Luis.

viernes, 24 de abril de 2020

DÍA 40: Las nubes



La vida era muy hermosa y entonces nos tuvimos que encerrar, dice la canción que los Rolling han dedicado al coronavirus. Parece que el confinamiento ha creado un 'post consenso' -que diría mi ilustrado vecino Emilio- sobre qué bello era vivir en emergencia climática y no sanitaria. Con el planeta pidiendo clemencia, los sueldos pequeños, los trabajos precarios y el drama de los emigrantes hacinados en fronteras y campamentos. Con la luz y los alquileres por las nubes que ahora vemos pasar desde la ventanas, como trenes que perdemos.
Mi madre era de esas personas que adivinaban formas en las nubes, pero también veía siluetas en las baldosas del suelo, en el fondo de una cazuela y en una alfombra. Un día supimos que tal inclinación tiene un bautismo complicado. Pareidolia. Las hermanas Agüero no aspiramos a un Nobel pero queremos dejar constancia de nuestro descubierto: es un delirio genético, porque mi sobrina Julia padece idéntica propensión. Es levantar la mirada al cielo y ensimismarse en la fantasía de los contornos; entrar en trance, en una especie de éxtasis que empieza a desatar una peculiar caravana en las nubes. Un hombre de prominente nariz y barba corre detrás de un caballo, que se va esfumando a trote ligero. Un delfín que se transforma en cabeza de león y luego en caracola. Una trompeta se hace flor y acaba por disiparse en cortina de lágrimas. 
En mi familia leer nubes es una fascinación irresistible, enfermiza, que se trasmite de abuelas a nietas. Hoy no se pueden leer porque todo el cielo es humo, barnizado con el color del hielo. La luz metálica difumina los contornos de las fachadas grises y las confunde con las aceras y el horizonte. Todo cobra una esencia plomiza y fría. Pero al abrir la ventana el paisaje deslumbra y el aire es cálido.

Palmira Ruten salió esta mañana de casa con ropa triste de color tan ceniciento que se mimetizó al instante con el día. Parecía una sombra, flaca y ligera, recorriendo la calle y solo conseguí distinguirla bien cuando pasó al lado de un coche rojo. Llegó a la puerta de la panadería –que veo a lo lejos- y pidió número para la cola. Detuvo el carrito delante de ella y sacó de él primero unos guantes de lana negros, luego una mascarilla cosida con un retal de rayas y después un estuche de gafas. Se puso las tres cosas, y siguió estando gris. Al poco apareció una de las Pérez, Pepita, y ocupó su sitio en la cola guardando una considerable distancia.
La Ruten volvió la cabeza como si la antipatía que habita en ella hubiese sido capaz de detectar la presencia de la heredera de una vieja rivalidad familiar. Florita Pérez saludó con desbordante sonrisa y una leve inclinación de cabeza. La otra sostuvo la mirada unos instantes, se dio la vuelta y abandonó la cola sin comprar. “Si quieres te subo yo un pan”, se ofreció la Pérez con su candor habitual. Las palabras incendiaron de calor el rostro de Ruten. Sus mejillas arreboladas destacaban en el cuadro gris. Se alejó farfullando quien sabe qué. Cuando estaba llegando al portal su hermana Melita la increpó desde el mirador. Hacía gestos como quien espanta a las palomas y Palmira negaba firme con la cabeza. Al final, subió a casa.

A las doce y media llegó un coche azul. Primero se apeó el conductor, hizo una llamada de teléfono y se quedó esperando de pie, en la calle. Al poco apareció Paco el invisible con paso ligero y todos supimos que Petrita volvía casa. Se empezaron a abrir ventanas y balcones, aplaudían los niños de los aviones de papel, la chica morena del moño que se hace selfies grababa desde la ventana. Petrita salió del coche con la majestuosidad de Isabel II. Su hijo le agarró las dos manos y ella emergió con desbordante alegría, un traje de chaqueta azul y un sombrero. El portero cogió su bolso y caminaba detrás de ellos mientras nuestra recuperada enferma repartía besos y saludos con la mano mirando al tendido. 
Al llegar al portal coincidió con la Pérez, en su regreso de la panadería. Se empezaron a hablar a la vez, con ligero y alborozado parloteo que, desde la altura, nos costaba descifrar. El azul celeste de Petrita y la chaqueta de flores de la Pérez alegraban la acera. Todos aplaudimos a rabiar. Los niños de los aviones de papel se arrancaron a cantar ‘Hola, don Pepito’. Pepita Pérez saludaba complacida creyendo adivinar que era en honor a su nombre. Petrita estaba tan alegre como cuando le tocó la lotería. Veinte mil euros, hace tres años. Nos quedamos de piedra cuando nos confesó: “Tampoco me hace falta, pero siempre hace ilusión ganar algo”. Le disculpamos porque es ella. Nuestra singular Petrita. "Mientras no lo invierta todo en sobaos...", masculló entonces con sorna Paco el invisible.

El regreso de Petrita nos ha subido la moral. Todavía no conocemos los detalles de su convalecencia, pero enseguida nos irá llamando en ronda telefónica. Pero, al poco de despedirse Ruten y Petrita ha habido un incidente del que no tenemos muchos detalles. Solo sabemos, a falta de completar el puzzle con algunos testimonios, lo que hemos visto. Que es el segundo acto de la función. Las Ruten han abierto el mirador –hasta ahora sellado por temor a contagio- blandiendo una barra de pan en la mano. No se sabia si estaban pidiendo justicia o pasteles en Versalles. El trío de las Pérez –oído el jaleo de improperios- han salido al balcón, ligeras y graciosas. Al final las Ruten han lanzado el pan al balcón de las Pérez con mala puntería y la barra ha acabado en la acera. Han tardado poco en llegar las palomas a darse un festín.

Me temo que la película muda que hemos visto se hila fácilmente con la primera escena. La Pérez compró un pan a las Ruten y se lo ha dejado en la puerta de casa. Y, éstas, agraviadas, han rechazado el obsequio por la dignidad de sostener una vieja rivalidad familiar.

La afrenta del pan nos ha entretenido el mediodía. Aunque en casa de Conchita y Pepe se han quedado sin sueldo y empezará a escasear. En el paisaje del descampado –que se ve desde mi patio roto- la vida también era hermosa, como añora la canción de los Rolling. Un idílico edén de alborozo y alegría, un jardín entre tapias donde varias familias pasaban el día al aire libre, burlando la cuarenta. Llegaban por la mañana con sus bártulos. Extendían sillas y mesas llenas de fiambreras, fruta y bolsas de patatas fritas. Las neveras atiborradas de cerveza y refrescos. Los niños corrían entre la hierba alta y los árboles que ahora abrigan el solar abandonado. Se recogían por la tarde, apagados los aplausos. Caminaban a sus casas, al otro lado de la manzana.

Pero después de cuarenta días el recreo se ha empezado a ensombrecer. Ya no se escuchan tantas risas. Han comenzado los reproches y los recelos. Las neveras se han adelgazado y hay disputas por la última cerveza. Escasean los víveres y la concordia. Las bicicletas con las cajas de bártulos, el carrito metálico de supermercado con el gancho largo para sacar objetos de los contenedores. Todo está aparcado en la valla, delante de sus casas.

Acabo el día subida a la bicicleta. Me obligo a respetar una hora de ejercicio que es a la vez un espacio de meditación. Pedaleo frente a una ventana con vistas a la catedral. De repente, la sombra de un gigante se proyecta en el muro de piedra y a su lado aparece un león. Hoy Pulcro vuelve a casa extrañamente tarde.

jueves, 23 de abril de 2020

DÍA 39: El silencio



Creo que cuando esto se acabe voy a echar de menos el silencio. Es lo que más me complace. Ahora el tiempo transcurre sin horas, porque de alguna manera el ruido es una especie de reloj que se ha detenido. Y su ausencia hace que se confunda la tarde con la mañana.

Antes de este tiempo de silencio yo podía adivinar las horas del día con los ojos cerrados. La máquina de limpiar las calles me desvelaba cada noche, sobre las tres y media de la mañana. Me levantaba entonces al baño, y detrás de las cortinas percibía las ráfagas de su luz amarilla intermitente. Aun entre las sábanas sabía que eran las siete y veinte cuando oía despertarse el ascensor y adivinaba, en la distancia de sus crujidos, los pisos por los que iba palpitando en su descenso al portal. Antes ya se habían despertado las gaviotas, inquietas con el primer rayo de luz, y empezaban a chillar volando en círculos en el cielo.

Escuchaba, más tarde, a las ocho menos cuarto, salir a Pura. Reconocía el compás de sus tacones por la escalera. Sabía, incluso, si ya eran y cuarto porque entonces bajaba mucho más veloz. Rebeca siempre deprisa, canturreando. Oía subir la persiana del bar, y luego –más tarde- la del garaje que chirriaba con estrépito y grima. El propietario empezaba a hablar a voces, con encendido volumen. Desde mi piso con la ventana cerrada puedo seguir –por desgracia- la mayoría de sus conversaciones.
Mientras desayuno en la cocina escucho prender el mechero a Damián y siento cómo aspira el humo del primer cigarro de la mañana. Se dispara con un clic el pan de mi tostador. Pulcro saca a la calle a Dandy, percibo su correteo y la alegría de sus ladridos cortos, como pequeños gorgoteos. Abren las tiendas del resto de calle, se saludan los comerciantes en la acera. Enciende la radio don Ramón, mi vecino de patio. Puntualmente, a las diez, escuchaba el áspero rumor de la escoba sobre la acera. Enciende Marichelo la televisión. Suena la lavadora de Matilde. La calma de mediodía, las conversaciones de vermú en la puerta del bar. Silba el ferry a lo lejos para despedirse de Santander.
El silencio de la madrugada, el bullicio de la actividad comercial, el vacío de la hora de comer… ya no existe ese tiempo. Ahora todo es un continuo rumor, un suave susurro. El paso de un coche por la calle resulta extrañamente fuerte. Si ladra un perro nos asomamos a mirar. Y el hilo de una conversación nos sorprende a todos y nos mantiene alerta porque, desde la acera, se escucha detrás de los cristales con desacostumbrada nitidez.
Además del ruido también ha ido cediendo la angustia, en la certidumbre de que un día será igual a otro y que nada lo perturbará. Esta mañana me desperté y ya no pensé que estaba encerrada. No me acordé. No pienso en salir. Me inquieta más tener que volver al barullo.

Lo único que perturba el silencio son las noticias del exterior. Ahora que estamos todos confinados leo –esperpéntica paradoja- que en Soto del Real proponen conceder la semilibertad a Rodrigo Rato. También que un señor, el gobernador de Nairobi, reparte coñac entre los ciudadanos como antídoto contra el coronavirus. Como las hermanas mayores de Petrita en la gripe del 18, pienso estupefacta. Solo falta que mojen un sobao.

Petrita está mucho mejor. Tenía mucha tos y una fatiga tremenda, por lo débil además que tiene el corazón. El oxígeno la favorece, parece ser que eso y el tratamiento la mantienen en permanente excitación. Ahora dice que se quiere comprar un pájaro y no acepta que la venta de canarios no es un servicio esencial. La echamos de menos, sobre todo cuando en la catedral tocan al ángelus y ella no sale a la ventana aplaudiéndose a sí misma, para recibir nuestros saludos.

Hoy la chica morena del moño que se hace selfies por la ventana ha hablado con los niños de los aviones de papel. Les ha preguntado, desde la distancia, si tienen ganas de salir de casa. Han dicho que no, porque no les dejan ir al parque. Esta mañana se han entretenido amarrando uno de sus pájaros de colores al extremo un cordel fino y lo hacen descender con enorme destreza por el balcón. El avión sube y baja delante de las pocas personas que pasan por la acera para regocijo de los niños. Cuando ha pasado Pulcro le ha golpeado de un manotazo y el cordel se resbaló de la mano del niño. Quedó allí en el suelo. Dandy lo olfateó con interés y acabó corriendo detrás de Pulcro cuando éste ya alcanzaba la puerta de la panadería.
Los niños han estado mirando hacia abajo y cuchicheando entre ellos. Después de un rato ha salido del portal uno de ellos, camuflado en un disfraz de Batman que le cubre la cabeza, mientras su madre le reñía desde el balcón con airados ademanes. De una carrera ha cogido la cuerda y ha vuelto a casa. Me ha hecho reír. Después de un rato se ha vuelto a asomar para amarrar más aviones al cordel.

El viento se ha llevado uno de los cebos y lo ha hecho volar hasta el balcón de barandillas blancas. El otro día una hermana Ruten se llevó un susto mayúsculo. Siempre espera a que se haga de noche para bajar la basura, justo antes de que pase el camión de recogida. Les horroriza que alguien pueda husmear en sus desperdicios. Rebeca siempre bromea con su apellido: Las Ruten descuartizadoras. En realidad, no sabemos a qué responde ese temor. El caso es que Melita Ruten fue a echar la basura y se le apareció Darth Vader de frente con el mismo propósito. La señora empezó a gritar histérica y se encendieron las luces de casi todas las casas de la calle. Ella, para defenderse, había lanzado su bolsa de basura sobre Darth Vader, que se quitó la máscara y emergió la cara de susto de un chaval. El caso es que mientras las fuerzas del mal huían a todo correr,  Melita Ruten seguía increpando a voces: “¡sinvergüenza, ladrón!” sin moverse del contenedor. Cuando Darth Vader desapareció en la oscuridad de su portal, la señora recogió su basura y la echó al contenedor. Después volvió a casa y vigiló detrás del visillo hasta que pasó el camión. Entonces se apagó la luz y regresó el silencio.
Me quedo en el salón. Solo se oye el susurro del viento que hace aletear quedamente la persiana. Rescato el móvil de su confinamiento en el costurero. Me conecto a la realidad y veo que hoy, 23 de abril, media España me recomienda la lectura del Quijote. Mañana, ya se les habrá pasado la efervescencia. Pili me manda una noticia. Muere un delfín tras vivir en soledad durante dos años en un acuario abandonado. Dicen que los delfines se parecen mucho a los seres humanos. Cuántas personas han corrido la misma suerte. En medio de tanto barullo también hay personas que  mueren en silencio, que puede ser también una prisión de soledad y derrota. Yo misma, a veces caigo en la tentación de salir a la ventana para comprobar que todo sigue fluyendo, que no estoy sola, ni dormida.

miércoles, 22 de abril de 2020

DÍA 38: Los miércoles



Nunca me han gustado los miércoles porque no son ni final ni comienzo, son un limbo. Como el vaso medio lleno o medio vacío. Un punto de inflexión donde el optimista ve vencida la semana y el pesimista lamenta que todavía resta la mitad. Uno puede concebir en la misma proporción la alegría o la fatalidad. Creo que nunca me ha pasado nada interesante en miércoles, porque es una fecha de tránsito. Los lunes empieza la semana, los viernes se acaba. Los sábados se mudan las sábanas y se hace la compra, los domingos la colada. Me lavo el pelo martes y viernes. Pero nada ocurre en miércoles y, además, en mi pensamiento siempre aparece como un día amarillo, color que tampoco me resulta simpático.
A mí no me gustan los miércoles porque están en el medio. Y yo no soporto la indiferencia. Hoy, por ejemplo, acabo de leer que han condenado a una diputada por resistirse hace tiempo a un desahucio. Salvando la singularidad del caso, se me ocurre que a lo mejor también nos tenían que haber condenado a los que nunca tratamos de impedir ninguno. Habida cuenta de que, después, múltiples sentencias han anulado los abusos hipotecarios que nos hacían firmar y pagar las entidades bancarias. Ante algunas circunstanciales vitales el pecado es la obediencia.

Así que el desayuno del miércoles alimenta mi indignación. No sé, tampoco, si la anterior crisis se puede dar por superada, si todo el mundo alcanzó, al fin, a ver aquella tierra prometida de brotes verdes. Me temo que no se consiguió sofocar radicalmente aquel estado de malestar. Entonces, los muertos no eran ni siquiera una cifra. No había –como ahora- un contador de víctimas, de los desahuciados que se tiraban por la ventana cuando llegaba la comitiva judicial a proceder al alzamiento. Esta vez, al menos, no nos echan la culpa del contagio. Entonces, sí. Trataron de convencernos de que la culpa era nuestra, por haber querido vivir por encima de nuestras posibilidades. Las víctimas señaladas como culpables. Esta vez, de momento, nadie nos acusa de haber provocado la pandemia. Y, además, todo está perfectamente cuantificado.
La verdad es que estaba tan indignada como para soltar una arenga por la ventana. Ahora entiendo lo terapéutico que le resulta a don Ramón soltar sus disparatados discursos. Anoche, por ejemplo, se apareció en la ventana a las once y media. Carraspeó varias veces y empezó una disertación defendiendo el derecho de los mayores a salir de casa antes que los niños. “Nos queda menos tiempo de vida y no lo podemos desperdiciar aquí metidos”, razonó. A las doce menos diez Emilio pidió silencio y un cuarto de hora más tarde interrumpió la mujer del orador, María, con imponente remango “calla ya que estás haciendo el ridículo”. “Gracias por el aviso, señora presidenta, ya voy concluyendo”, respondió ceremoniosamente don Ramón.
Me hubiese fumando hasta un cigarrillo. Pero después de descartar ambas posibilidades, lo cual indica que todavía me queda juicio, he optado por aplacar los malos humos con actividad. Me he puesto a limpiar cristales. Al principio con tanta furia que hasta les he hecho temblar. Pero poco a poco ha regresado la calma. Después he hecho inventario del material de protección. Me quedan solo tres guantes. Me he preocupado, en primer lugar por lo insólito del impar, y después también porque no sé cómo conseguir más. Hoy viene Telepollo, el servicio a domicilio de provisiones, pero mi hermana dice que están agotados en los supermercados. Al final voy a tener que reciclarlos, como mi vecino Salvador que les mete en lejía al llegar a casa y les pone a secar en el tendal. Dice que estamos intoxicando el planeta con tanto plástico.
Pulcro, en cambio, siempre lleva los mismos guantes de jardinería. He visto que les lava los domingos, cuando vuelve de casa de su hermana. Los pone a secar en el tendal, colgados del pulgar como las Revilletas que, aquí, todavía no han llegado a los buzones.
Pulcro es el que más sale, todos los días con el perro y al pan por los menos. Así que también nos sube la correspondencia que rebosa de nuestros buzones. De camino hasta su piso nos va dejando las cartas en los felpudos. Yo abro la puerta y con la punta del pie las meto debajo. Voy acumulando remesas hasta que calculo que se han muerto los virus.
Pero hoy cuando Pulcro ha subido por la escalera ha tocado el timbre de mi puerta. Al abrir he visto que me hablaba desde la distancia, porque ya estaba a mitad del siguiente tramo de escaleras. Resulta que se me había olvidado que soy la presidenta de la comunidad. Bueno, para ser exactos lo es mi hermana Begoña, porque yo al enterarme de la obligada designación sufrí un ataque de ansiedad. Lo primero que hizo fue instaurar la democracia, porque aquí invocando a no sé qué cuento de los porcentajes de propiedad, mandaban las fuerzas vivas. Solo tres vecinos con pedigrí. Pero la llegada de mi hermana a la presidencia fue como el triunfo de Felipe en el 82. Mítico. Esperemos, eso sí, que tenga mejor pronóstico que el jarrón de porcelana china.
Miré a Pulcro con cierto escepticismo. Emilio, la eminencia vecinal, ha dado un golpe de estado en el patio y ha asumido el control de la comunidad. Don Ramón preside ahora el nuevo soviet, denominado comité vecinal. Pero, en fin, reconozco que el gobierno legítimo del número 8 sigue en manos del tercero izquierda así que me dispongo a escuchar.
Pulcro viene a informarme oficialmente del paradero de Paco. Y yo soy toda oídos. Me notifica su nueva dirección para que, en adelante, le hagamos llegar los asuntos de la comunidad. Estuve a punto de decir que yo no soy de sellos, que me basta con una dirección virtual. Pero reaccioné a tiempo con el silencio y así tuve la oportunidad de enterarme.
Paco está viviendo en la trastienda de su negocio. “No le falta de nada”, asegura entusiasta Pulcro. Normal -pienso yo- su problema era lo que le sobraba. Recuerdo vagamente el habitáculo porque Pili, de pequeña, siempre pasaba a saludar a Paco a sabiendas de que tendría alguna golosina. Había un sillón, una mesa camilla con faldas y tapete de ganchillo, estanterías atiborradas de género y un pequeño aseo. Lo único que falta es un hornillo, así que lleva varios días alimentándose a latas de sardinillas y atún, fruta y bocadillos.
Mientras Pulcro habla yo hago un esfuerzo por recordar su nombre. Son tantos años sin llamarle, porque en realidad hasta ahora era vecino de hola y adiós, que ahora solo se me aparecen los apellidos. Así que en una réplica introduzco un “perfecto, señor Castaño”.
Lo más interesante es que Pulcro se ha convertido en el insospechado cómplice de la huida. Todas las tardes, de seis a ocho, le visita en la tienda. Toman unas cervezas, que previamente compra en el supermercado, y echan una partida a la flor. Me he quedado pasmada porque a la timba clandestina también acuden otros dos señores. “Por discreción, me reservo los nombres”, proclama pomposamente, lo cual me deja más estupefacta. Más por la facilidad con la que burlan el estado de alarma que por la identidad de los jugadores.
La conversación con Pulcro se acaba. Ha sido la más larga que recuerdo.
Después he llamado para interesarme por Petrita y he podido, con gran alivio, hablar con ella. Me pregunta primero por Rebeca y Damián, después por Paco. Increíblemente desde la cama del hospital y con el oxígeno tiene información de primera mano.
Ha sido gracioso. Las Pérez han llamado a Correos porque se les ha ocurrido poner un telegrama de ánimo a Petrita. Les han dicho que no se puede por el estado de emergencia. “Por eso llamamos” –respondió Juani con candorosa determinación- “es una emergencia de nuestra amiga, que está ingresada”. Un poco airadas por el contratiempo han llamado al hijo de Petrita y, para su sorpresa, les ha pasado directamente con la madre. Se han emocionado muchísimo. Tanto que a Petrita le subió la tensión y le dio la tos. “Que mal rato pasé, pero no quería colgar”, me dice.
Cualquiera diría que sigue asomada a la ventana de su casa porque enseguida me ha explicado que Marichelo se ha venido abajo y ha llamado a Matilde para desahogarse. Al parecer, quiere hacer las paces con Paco y le ha pedido que haga de intermediaria. Ella se ha negado y Marichelo ha colgado enfadada.

Me asomo al patio. Ya declina el día. Hace un aire frío y he vuelto a ponerme el jersey de cuello alto. Son más de las nueve. Mientras hago la cena veo de frente la ventana de Conchita y Pepe. Están sentados a la mesa, en silencio. Ella con la cabeza baja. Él la mira a ella, extiende el brazo y la agarra la mano. Con la otra se seca las lágrimas. “Ya ha pasado la mitad de la semana y no te llaman”, dice ella, vencida. “Todavía quedan días”, responde él. Los miércoles, siempre en el medio.