Las letras
ya no viajan en papel pero sigue viniendo el cartero. Después de diecisiete
días algunas cartas sobresalían de mi buzón. Mi vecino del octavo, un
señor de bigote y corbata, me las ha dejado sobre el felpudo. Ha golpeado
discretamente la puerta con los nudillos pero, en este silencio ha sonado como
el inesperado eco de un trueno. Doy un respingo, oigo un leve carraspeo y unos
pasos que se alejan rápido por la escalera.
Abro la
puerta y empujo las cartas con el pie. Al señor del octavo le llamamos el Pulcro. Estirado, maniático. Remilgado y
afectado. Yo, en cuestión de huraños, prefiero el desaliño irreverente y
vitriólico de un Houellebecq.
Pulcro sale todos los días sin el perro a
comprar el pan y el periódico. Después pasea a Dandy. Los martes va a la Plaza y los jueves al supermercado. Una
vez a la semana pasa por la farmacia, los viernes baja al garaje a arrancar y
limpiar el coche, y los domingos come en casa de su hermana, cercana a la
nuestra.
Pulcro vive exactamente igual que antes de
la cuarentena, solo que ahora siempre lleva puestos unos guantes de jardinería.
Increíblemente, el estado de alarma ha sido incapaz de alterar su
inquebrantable rutina. Todas las mañanas se asoma en batín al patio desde la
ventana de la cocina. Arregla las plantas con un tenedor pequeño, emite sonidos como “buff” y “hum” y para concluir la liturgia da la vuelta al ruedo de tendales
con inquisidora mirada.
Cuando
quiere reprocharnos algo lo hace dirigiéndose al perro. “¿No crees que hace falta pintar los rellanos, Dandy? En esta comunidad
nadie hace nada”, le pregunta mientras compartimos ascensor. A veces me dan
ganas de soltarle un par de ladridos.
Revuelvo las
cartas con los pies porque no quiero tocarlas. Pulcro lleva diecisiete días con los mismos guantes de jardinería
puestos y no me fio. Me pregunto cómo podré desinfectar los sobres. Decido que es
imposible así que –receta de la abuela Estrella- voy a empujar las cartas
debajo del felpudo con la punta del pie. Cuando todo esto acabe calculo que ya
se habrán muerto los virus y podré rescatarlas.
Al revolver los sobres un papel
levantó el vuelo y se coló en el recibidor. Me puse guantes y lo mandé al
exilio del felpudo, algo incómoda por si hubiese soltado su carga letal sobre
mi alfombra.
Recordé entonces que una vez alguien metió por debajo de mi puerta una cuartilla de
propaganda de otra religión ajena a mi propio bautismo. Había un dibujo de un
prado verde en una tarde azul, con espigas doradas que un murmullo de viento
acunaba con ternura. Un árbol de hojas alegres, un cielo de luz, un hilo de
agua alborozado y un pájaro amarillo.
Aquel
retrato de ese horizonte cálido, esa trinchera metafórica, desbordaba una
enigmática paz. Lo guardé en un cuaderno y durante mucho tiempo me distraía a
menudo en su contemplación. Llegué incluso a colmar de caricias inútiles
aquella estampa de papel.
En
realidad el dibujo, que todavía conservo, era de una ingenuidad desconcertante.
Evocaba esas láminas infantiles que el niño que habita en todos nosotros repite
una y otra vez cuando nos poníamos a dibujar. Cuando todavía mañana era nunca,
cuando aún no habían despertado los sueños rotos.
Hace
unos días abrí un libro y de sus páginas se escaparon algunas imágenes que
agitaron latidos viejos. Acierta el verso de Emily Dickinson que le da título, el viento comenzó a mecer la hierba.
Porque así sucede. Todo empieza y acaba con un aliento. Algunos versos remiten
a aquel imaginado escenario. Cuando la felicidad que perseguíamos era un campo,
un árbol, un río y un cielo. Después se vuelven ilusiones ciegas. En lugar de
recrearnos en esos paisajes, los borramos para después evocarlos artificialmente.
Nos pasamos la vida intentando reproducir la naturaleza dentro de burbujas.
Sacamos las vacas de los prados, arrancamos los tomates de la tierra para crecerlos
en invernadero. Y, ahora, hasta nosotros mismos estamos en cautividad y
palpamos únicamente un mundo virtual.
El
dibujo de aquella postal, el lugar al que tantas veces hemos viajado con la
imaginación, se esconde en una geografía propia. Para hacer ese viaje,
Dickinson se encerró gran parte de su vida en la habitación de su casa. Solo
pudo llegar tan lejos porque nunca fue a ninguna parte.
Imagino
que estoy sentada en un banco de cualquier calle. Cierro los ojos para poder atrapar un prado
verde, una tarde azul y un pájaro amarillo. Y, entonces, oigo el susurro de esa
primavera rota que choca contra un cielo de cemento. Hierba que ya no puede
mecer el viento.