martes, 31 de marzo de 2020

DÍA 16: El viento comenzó a mecer la hierba



Las letras ya no viajan en papel pero sigue viniendo el cartero. Después de diecisiete días algunas cartas sobresalían de mi buzón. Mi vecino del octavo, un señor de bigote y corbata, me las ha dejado sobre el felpudo. Ha golpeado discretamente la puerta con los nudillos pero, en este silencio ha sonado como el inesperado eco de un trueno. Doy un respingo, oigo un leve carraspeo y unos pasos que se alejan rápido por la escalera.

Abro la puerta y empujo las cartas con el pie. Al señor del octavo le llamamos el Pulcro. Estirado, maniático. Remilgado y afectado. Yo, en cuestión de huraños, prefiero el desaliño irreverente y vitriólico de un Houellebecq.

Pulcro sale todos los días sin el perro a comprar el pan y el periódico. Después pasea a Dandy. Los martes va a la Plaza y los jueves al supermercado. Una vez a la semana pasa por la farmacia, los viernes baja al garaje a arrancar y limpiar el coche, y los domingos come en casa de su hermana, cercana a la nuestra.

Pulcro vive exactamente igual que antes de la cuarentena, solo que ahora siempre lleva puestos unos guantes de jardinería. Increíblemente, el estado de alarma ha sido incapaz de alterar su inquebrantable rutina. Todas las mañanas se asoma en batín al patio desde la ventana de la cocina. Arregla las plantas con un tenedor pequeño, emite sonidos como “buff” y “hum” y para concluir la liturgia da la vuelta al ruedo de tendales con inquisidora mirada.

Cuando quiere reprocharnos algo lo hace dirigiéndose al perro. “¿No crees que hace falta pintar los rellanos, Dandy? En esta comunidad nadie hace nada”, le pregunta mientras compartimos ascensor. A veces me dan ganas de soltarle un par de ladridos.

Revuelvo las cartas con los pies porque no quiero tocarlas. Pulcro lleva diecisiete días con los mismos guantes de jardinería puestos y no me fio. Me pregunto cómo podré desinfectar los sobres. Decido que es imposible así que –receta de la abuela Estrella- voy a empujar las cartas debajo del felpudo con la punta del pie. Cuando todo esto acabe calculo que ya se habrán muerto los virus y podré rescatarlas.

Al revolver los sobres un papel levantó el vuelo y se coló en el recibidor. Me puse guantes y lo mandé al exilio del felpudo, algo incómoda por si hubiese soltado su carga letal sobre mi alfombra.

Recordé entonces que una vez alguien metió por debajo de mi puerta una cuartilla de propaganda de otra religión ajena a mi propio bautismo. Había un dibujo de un prado verde en una tarde azul, con espigas doradas que un murmullo de viento acunaba con ternura. Un árbol de hojas alegres, un cielo de luz, un hilo de agua alborozado y un pájaro amarillo.

Aquel retrato de ese horizonte cálido, esa trinchera metafórica, desbordaba una enigmática paz. Lo guardé en un cuaderno y durante mucho tiempo me distraía a menudo en su contemplación. Llegué incluso a colmar de caricias inútiles aquella estampa de papel.

En realidad el dibujo, que todavía conservo, era de una ingenuidad desconcertante. Evocaba esas láminas infantiles que el niño que habita en todos nosotros repite una y otra vez cuando nos poníamos a dibujar. Cuando todavía mañana era nunca, cuando aún no habían despertado los sueños rotos.

Hace unos días abrí un libro y de sus páginas se escaparon algunas imágenes que agitaron latidos viejos. Acierta el verso de Emily Dickinson que le da título, el viento comenzó a mecer la hierba. Porque así sucede. Todo empieza y acaba con un aliento. Algunos versos remiten a aquel imaginado escenario. Cuando la felicidad que perseguíamos era un campo, un árbol, un río y un cielo. Después se vuelven ilusiones ciegas. En lugar de recrearnos en esos paisajes, los borramos para después evocarlos artificialmente. Nos pasamos la vida intentando reproducir la naturaleza dentro de burbujas. Sacamos las vacas de los prados, arrancamos los tomates de la tierra para crecerlos en invernadero. Y, ahora, hasta nosotros mismos estamos en cautividad y palpamos únicamente un mundo virtual.

El dibujo de aquella postal, el lugar al que tantas veces hemos viajado con la imaginación, se esconde en una geografía propia. Para hacer ese viaje, Dickinson se encerró gran parte de su vida en la habitación de su casa. Solo pudo llegar tan lejos porque nunca fue a ninguna parte.

Imagino que estoy sentada en un banco de cualquier calle. Cierro los ojos para poder atrapar un prado verde, una tarde azul y un pájaro amarillo. Y, entonces, oigo el susurro de esa primavera rota que choca contra un cielo de cemento. Hierba que ya no puede mecer el viento.

lunes, 30 de marzo de 2020

DÍA 15: La llamada



Abro los ojos sobresaltada. Alguien llama a la puerta. No veo nada desde la mirilla. Pregunto quién es y solo responde la música de la lluvia sobre la ventana de la escalera. Aturdida, miro el reloj. Son las nueve de la mañana. Demasiado pronto para estos días sin horas. Espero en silencio de pie, a un palmo del pestillo, aún en pijama, hasta que finalmente me retiro con pasos sigilosos para que no me escuche la nada que espera agazapada al otro lado de la puerta.
Pasa un rato y suena el teléfono. “Te he mandado a Paco con unos sobaos”, dice mi vecina Petrita. Abro la puerta y aparecen colgados del pomo en una bolsa de plástico. Para Petrita –que por determinación propia todos los años cumple 89- los sobaos son medicinales. Abren el apetito de un enfermo, mejoran la apendicitis y los esguinces. Cómo no iban ser los sobaos de Petrita antídoto contra el coronavirus. Siempre manda media docena. Los trae Paco ‘el invisible’, portero del edificio. Deja los sobaos como quien mete un anónimo por debajo de la puerta y se esfuma. Una vez, cuando mi madre padeció una de sus largas convalecencias, se nos llegaron a juntar seis docenas y media. Era imposible digerir el generoso ritmo de Petrita.
Aprovecha, y me da conversación. “Asómate, que así nos vemos mientras hablamos”. Cuando me acerco al ventanal la veo en el tercer piso del edificio azul. La distancia no me permite adivinar si está sonriendo, pero veo su mano saludando con efusivo ritmo. A Petrita le encanta la cultura del visillo. “Llevo yo mucha ventana”, me dice simpática. Me confiesa que el ruido de los aplausos de las ocho trastorna a las gaviotas que empiezan a volar y a chillar sumándose a la algarabía, “por eso no salgo, me da miedo”.
Metida ya en confidencias le pregunto si sabe quién vive en el balcón de barandillas blancas. “Si, si” –empieza con entusiasmo- “encima de la joyería, que esa fue de unos amigos de mis padres que, verás, te voy a contar”. Me voy a por el plumero y largo rato después de haberme contado todos los inquilinos que ha tenido el edificio desde 1943, concluye: “pero no te se decir quién vive ahora allí” y cambia de tema instantáneamente. Según ella, estando bien alimentados no entra la peste, por eso no teme al coronavirus.  Pero no le gusta que digan que es una enfermedad de viejos.
Me despide anunciándome más suministros de sobaos que, en estos tiempos de confinamiento, Paco el invisible debe conseguir de extraperlo.
Mi conversación con Petrita me lleva a una reflexión. No hace tanto, los jubilados salvaron de la crisis a hijos y nietos. Antes resistimos gracias a sus pensiones y ahora se les lleva a ellos por delante el maldito coronavirus y los telediarios nos predican que son mayores, como si eso justificase el sentido de su acelerado final.
Nuestra memoria es frágil. En la crisis también utilizaron la economía contra nosotros, contra las personas. Y hoy, leo con desasosiego que algunos insisten en tropezar con la misma piedra, en volver a poner la economía por delante de la salud y de la vida. Algunos que se consideran inmortales, predican desde las atalayas utilitaristas y despiadadas en las que habitan, desde donde no pueden ver lo que todos tenemos delante de los ojos. Esta vez, todos somos vulnerables.
Siempre la economía. Por delante de la vida,  por delante del futuro del planeta. Ayer pensaba cómo saldremos de esto, que pasará después del primer día de alborozo. No hace falta esperar a que todo acabe. Ya se han anticipado a recordarnos que tenemos que sacrificarnos por la economía. Otra vez.

domingo, 29 de marzo de 2020

DÍA 14: La lluvia del olvido



Han empezado a caer gotas que resbalan como lágrimas por los cristales. Es el primer día de lluvia del confinamiento y casualmente –por poco poético que resulte- he puesto la lavadora. Así que me asomo al patio, alborotado por las prendas que cimbrean desde los tendales y las exclamaciones de las vecinas que, apresuradas, extienden plásticos, retiran pinzas y miran al cielo para leer en las nubes si a va a prosperar el aguacero. Algunas comentan que nos van a ‘geolocalizar’ los móviles. Me divierte su preocupación, cómo si nuestros movimientos, en este patio de vecinos, fuesen a interesar a alguien en este estado de monotonía.

Una vez aviados los tendales se cierran las ventanas y se hace el silencio. Es media tarde, me siento en el sillón del ventanal frente al cielo gris. Saco el teléfono del costurero. Lo castigo ahí para que no me distraiga, para poder leer del tirón un periódico o escribir sin perder el hilo. Empecé a aplicar esta terapia el día 5 del confinamiento, desesperada por el desbocado torrente de mensajes que era incapaz de procesar. Me angustió, además, tanto material vinculado a los maléficos virus. También recibo más llamadas. Cuando se anticipan largas, algo frecuente estos días, he tomado la determinación de coger el plumero. Herramienta que me encanta. Tengo uno, seguramente de auténticas plumas falsas de avestruz. Así que, cuando me reclama el teléfono tomo el fusil de combate y quito el polvo mientras alimento la conversación. Lo cual resta tedio a la operación. A veces, a ambas.
Anoche, por ejemplo, quedó reluciente hasta la lámpara de bronce de la abuela Estrella, que sigue prendida del techo como un faro. Mi abuela tenía una memoria prodigiosa hasta que un día empezó a funcionar al revés. El pasado se hizo presente y el presente no existía, por cuanto ella vivía en un recuerdo. Se alteró la línea del tiempo, lo cual nos pareció siempre extremadamente inquietante.
Una mañana la abuela Estrella preguntó quién era esa mujer que la miraba fijamente desde el espejo, incapaz de descifrar su propio reflejo. Tuvimos la certeza de que ya no regresaría de aquel viaje al recreo de su infancia, a donde hasta entonces emigraba repentinamente en mitad de una conversación.
Al principio, a ratos, la abuela era la niña que jugaba en el corral de la casa donde creció. Vivía un presente con atormentados saltos al pasado. Un combate con la memoria que mantuvo durante años amargos.
Creía habitar otro cuerpo, se acariciaba unas trenzas invisibles y llamaba a sus padres que desde este lado del espejo, que nosotros tomamos por real, no podían acudir a consolarla. Nos convertimos en extraños para ella, puesto que regresó a un pasado en el que aún no existíamos.
Empezó a vivir en un mundo propio. Creía que su habitación era el patio de su infancia, que las gallinas corrían por el pasillo de casa picoteando los geranios, que su hermana Concha pronto regresaría de la escuela para jugar. Descubrimos que para ella era un doloroso desconcierto tratar de arrastrarla de vuelta al presente, así que nos enredamos en aquella fantasía.
Poco a poco fueron menguando los relámpagos de lucidez. Después, solo hubo ausencia. Un silencio que dibujó en su rostro el desamparo, un ánimo inexpresivo, como si Estrella ya no habitase en él.

Durante estos años a veces nos apretaba la mano y parecía hablarnos con los ojos desde algún rincón del olvido. Nos preguntábamos qué sentía aquellos días mudos, si fue plácido el letargo que la meció en la cuna de su segunda infancia. Quizá solo podemos aliviar la enfermedad del olvido alumbrando infancias felices. Para que tengan un recreo y no un infierno al que acudir si, algún día, los años les llevan de regreso a esa patria.
Se apagó un día de Navidad. La niña de las trenzas que no se reconoció en el espejo de su vejez. Aquel día que no nos atrevimos a decirle: ‘Así serás tú de mayor’.

sábado, 28 de marzo de 2020

DÍA 13: Desayuno con Cortázar




Una vez escuché que en Japón hay bares tristes donde la gente se sienta a llorar en los taburetes de las barras. Lo recordé esta mañana en el desayuno mientras leía la entrevista a María Kodama que publica El País. Dice no saber muy bien en qué trabajaban sus padres porque, al parecer, los hijos de los japoneses –como ella- nunca preguntan. Renuncio al resto del texto, porque sospecho que estará contaminado por idéntica impostura.

Apuro el café con la mirada prendida en Buenos Aires. Una ciudad que me fascina tanto que no quiero conocer, por si se rompe el encanto. Mientras estoy en la ducha sigo pensando en Argentina y evoco –por este orden- a Borges, Marco y Amedio, y Calamaro. Llego a Cortázar y entonces me viene a la cabeza, como rayo iluminador, su relato sobre el atasco en la autopista.

Ya estoy vestida con el alivio de no tener que pensar qué me pongo. Me asomo al ventanal del salón. Cierro los ojos para sentir el sol en mis manos, en la cara. Llevo quince días de confinamiento. Solo he bajado tres veces al portal. Hoy es sábado. Tendría que haber pasado la aspiradora. Ahora mismo estaría escribiendo la lista de la compra. Después comería con mis sobrinos y, entre carcajadas, me dejaría ganar al parchís para disfrutar de su ingenuo alborozo.

Es un sábado, pero no es sábado. Es un domingo infinito, un martes constante. No puede ser sábado un día que es igual a un lunes. Entonces, o todos son sábados o todos son lunes. O de repente los días no tienen nombre, solo el número del calendario del confinamiento. Hoy es el día 15. No tiene identidad propia. Me pregunto si nosotros –en esta realidad detenida, en esta fotografía fija- todavía seguimos teniendo nombre. Nos llaman ciudadanos y compatriotas. Mueren personas que suman números, sin rostro y sin nombre.

El sol no tiene fuerza y el aliento de este día azul me ha enfriado la nariz y las manos. Desde la ventana pienso que el cuento de Cortázar se parece ahora a nosotros. En él también todo fluía de manera inconsciente, cotidiana, hasta que se paró de repente. Y nos hemos quedado aquí, detrás de las ventanas, en nuestras casas, como los conductores atrapados en aquel imaginado atasco de la autopista del sur que duró varios meses.

Nosotros solo llevamos dos semanas que han puesto del revés nuestro mundo, quince días que lo han sacudido todo. Como aquellos conductores de la autopista hacia París, al principio nos revelamos contra el infortunio, con reproches y exabruptos. No era para tantopor qué no se hizo algo antes, reaccionaron unos y otros ante el estado de alarma. Cuando llegó el lunes –en el relato de Cortázar sucedió a las pocas horas- salimos a los balcones para huir de la soledad y el silencio, y nos pusimos a aplaudir para ahuyentar el miedo.

Reaccionamos igual que aquellos conductores. La autopista al sur retrata el comportamiento de un grupo de personas atrapadas en un descomunal embotellamiento. Como brota lo mejor y lo peor del ser humano. Ante una situación límite, de nada les sirven sus automóviles individuales. Toman conciencia de que para superar la adversidad necesitan colaborar. Algunos se vigilaban por el retrovisor y un tubo de leche condensada –ahora sería una mascarilla- desataba un conflicto.
El cuento parece repetirse como una fatalidad en una noria trágica, ahora que somos nosotros los prisioneros, Ahora que nuestras vidas están atascadas dentro la jaula mientras los pájaros vuelan libres.
Cuando se disolvió el atasco los coches se pusieron en marcha, todos los personajes miraban solo al frente. Volvieron a sus casas y retomaron su vida normal.
Hace frío. Cierro la ventana. Me pregunto, con cierto temor, qué haremos cuándo salgamos de esto. No cómo será el primer día de alborotada efervescencia. Cómo serán los siguientes. Si miraremos por el retrovisor, si todo seguirá como estaba. Los días de la semana recuperarán sus nombres. Más allá, todo es incertidumbre.

viernes, 27 de marzo de 2020

DÍA 12: La habitación de Pili



Leo que se congela la primavera, que ha nevado tímidamente en Madrid y que soplará un aliento frío que llega de Escandinavia. No puede haber metáfora más rotunda del estado de malestar que padecemos. En el mapa prendido de los azulejos de la cocina repaso con el dedo el contorno de Noruega e imagino un paisaje gélido, verde y azul. Estoy tomando el segundo café del desayuno y mi propósito es ir al despacho a anotar en un cuaderno lo de anoche.

Antes, lavo el termo verde con los restos de Colacao. Era ya muy tarde cuando lo dejé en el fregadero. Entré en la habitación de Pili exactamente a las doce y veintitrés minutos. Lo sé porque nada más instalarme junto a la ventana, a oscuras, la envié un mensaje con la precaución de que la luz de la pantalla del móvil no revelase mi presencia: “Pili, acabo de entrar en tu cuarto. Tengo una misión, ya te contaré”. Permanecí dentro dos horas y veinticinco minutos, a oscuras e inmóvil. La persiana bajada solo hasta la mitad de la ventana. Me bastaba así para vigilar el objetivo a través del ligero visillo. 

Reconozco que la contemplación del balcón se me hizo soporífera así que allí, entre sus cosas, fue inevitable recordar el día que Pili apareció en esta casa. Con ella llegó una alegría que no habíamos conocido, a pesar de que las hermanas Agüero teníamos un mundo propio extravagante y divertido. Inventábamos palabras, nos encantaba comunicarnos con muecas y onomatopeyas. Nos tratábamos siempre de usted. “Oiga, señora, ¿jugamos a botones?” y de un saquito de tela del costurero de mamá salía un ejército. Todos tenían nombre. Los bautismos de nuestros muñecos siempre fueron peculiares. Carlos Saura, rubio, de plástico rígido. Lola Flores, también apodada Pecosina, y Felipe González, pelirrojo y con chupete. El preferido de Bego era más escuálido, Pelo de mujer. Porque nos recordaba al cardado de la abuela Estrella. Todavía Pili jugó con ellos e incluso alguno duerme en los altillos de esta casa. 

Estaba sentada frente a la ventana, desanimada y convencida de que no volvería a ver las luces. Aparté la vista del cristal y adiviné la silueta de las zapatillas de pana azul de Pili. Llegó con tres años y medio. Era la primera vez que veía una ciudad. En realidad, era la primera vez que veía algo más que el fascinante paisaje de alta montaña de su pueblo. Sus primeras frases se han hecho míticas entre las Agüero: ¿Por qué han tapado lo verde? preguntó al salir el primer día a la calle, y “¿dónde están las vacas?”, apostilló a continuación presa de un desconsolado estupor.

Fuera, persistía el silencio y la oscuridad. Decidí tomar el colacao y racionar las galletas. Me comí solo dos. Por puro aburrimiento abrí un cajón del escritorio para buscar el libro de colorear mandalas. Al ver la letra de Pili en un papel, menudita y perfecta, recordé aquel invierno cuando le se le ocurrió escribir lo que pomposamente bautizó como 'El libro de las enfermedades de  familia'. En realidad, un cuaderno de espiral amarillo que todavía conservamos. Allí aparece registrado el día en que mi primo Sergio se metió una alubia por la nariz, y cuando a mamá le dio un 'alcólico' de riñón. Cada vez que alguien tosía –no pude evitar una carcajada- se ponía en guardia con entusiasmo, por si empeoraba y podía abrir un nuevo registro.

Pili llegaba con el otoño y se despedía en junio. El verano se convirtió durante años en un tiempo de orfandad. La añorábamos con ansiosa intensidad y, en realidad, nunca estaba ausente porque se asomaba a todas nuestras conversaciones.

Una hormiga solo puede ser hormiga. Y hacer todos los días lo mismo, transportar comida al nido. A nosotros -desveló Sartre- nos condenan a ser libres. Yo nunca he sabido muy bien para que estaba hecha. Se cuál es mi trabajo, que es mi vocación. Pero ante tormentas y naufragios he sentido un apabullante complejo de inutilidad, el desasosiego de que todo lo que hago es prescindible. No puedo curar. No puedo salvar a nadie.  
Quizá lo mejor que he hecho en la vida es algo tan cotidiano como cuidar a otros. Por eso cuando llegaba el otoño nos vencía esa alegría efervescente en las pequeñas cosas que compartíamos con Pili.

Me puse un poco triste y me agaché a coger un pañuelo del último cajón de la mesa. Al incorporarme, el balcón hizo un guiño, como si pretendiese aliviar mis lágrimas. Hubo un destello, después otro y otro. Me quedé paralizada. Volvieron otra vez las luces, con idéntico ritmo. Un, dos, tres… La secuencia se repitió cinco veces. Entonces, alguien respondió desde el otro lado de la calle. No podía ver exactamente de dónde procedían los destellos porque el edificio queda oculto en la curva de la acera, pero percibía los reflejos con absoluta nitidez. Tenía el corazón acelerado y las manos muy calientes. Las señales intermitentes de las linternas se repitieron algunas veces más. No se cuántas porque eché a correr a oscuras al cajón de herramientas de papá, a rescatar los prismáticos. Los abrí con urgencia, pero los cristales estaban nublados después de tantos años sin uso. Aún así, a través de las lentes borrosas, en un fugaz destello, la linterna iluminó una sombra en el balcón de barandillas blancas que me sobresaltó vivamente. El misterioso individuo llevaba puesta una máscara de Darth vader. Más confundida que impresionada me fui a dormir.


jueves, 26 de marzo de 2020

DÍA 11: Cae la tarde



A las nueve y media de la noche dejé de dar pedales. Había ideado un plan. Cuarenta y cinco minutos de relajada rutina gimnástica en la bicicleta estática alumbran muchas reflexiones. Al principio no soportaba el aburrimiento del ejercicio, ahora lo he convertido en un tiempo de abstracción, dada mi acusada tendencia al ensimismamiento.
Desde la bicicleta había visto caer la tarde y cómo se iban encendiendo las luces de los escaparates antes que prendiesen las farolas que, más perezosas, van despertando poco a poco, del letargo a la llamada del ocaso. Es entonces cuando se adivinan las sombras a través de las las cortinas. Siempre me ha fascinado contemplas, más bien intuir, escenas cotidianas a través de los cristales, creo que es por influjo de ‘Mujercitas’ y de Dickens. Yo siempre soy la espectadora que quiere penetrar en los hogares como un personaje más.

Me embelesa el regocijo de los barullos tras algunas cortinas, y como solo puedo percibir la mímica me voy inventando los diálogos. Que es otro pasatiempo adquirido ya hace tiempo. Cuando estudiaba en Madrid, como siempre andábamos en apuros, a una de mis compañeras de piso se le ocurrió montar un negocio de lectura a domicilio. Buzoneamos montones de octavillas y nadie llamó. 
Pasó el invierno, llegó la primavera y una tarde de julio una señora llamó por teléfono. Quedamos al día siguiente en su salón acristalado atiborrado de cuadros, plantas, libros, alfombras y tapetes. Había mucho de todo y olía demasiado a nardos. Me entregó una novela que resultó ser muy floja. Una decepción. Al tercer día cogí confianza y empecé a alargar y a engordar algún diálogo. Acabé  improvisando incluso alguna mínima escena, también sobre la marcha.
Cuando se acabó el libro dijo que la había gustado mucho y quiso que lo leyese otra vez. No pude volver. Hubiese sido incapaz de recordar todas mis invenciones.

Practicar el doblaje de las escenas de ventana no me trae contratiempos. Pero mientras doy pedales pienso que de todas las que se van iluminando, como chinchetas en el perímetro de mi perspectiva geográfica, prefiero las individuales. Ahí no me invento diálogos, imagino emociones. Una lámpara prendida, una persona que come sola, otra sentada en un sillón frente al televisor encendido, un cigarro en la ventana. Unas veces siento calor y sosiego, otras vacío y soledad.  Una vez se suicidó un gato desde la ventana del quinto del edificio de ladrillo rojo. Éramos pequeñas. Recuerdo que su propietario siguió asomándose a ella, mirando al suelo, durante años. Se hizo viejo allí, contemplando su ausencia.

Después de bajarme de la bicicleta he comenzado los preparativos. Durante todo el día he pensado en las luces misteriosas y he decidido hacer guardia esta noche, por si vuelven a aparecer. Pienso que plantearlo como un enigma le dará un toque de aventura al confinamiento. También –lo confieso- me despierta una extraordinaria curiosidad.

Cuando terminé de cenar comprobé, aliviada, que aún tengo sobres de sopa para nueve días. Después he visto una película triste de Tavernier, que ya conocía, y pasadas las doce he cerrado las cortinas del salón antes de apagar la luz, por si había alguien mirando desde el misterioso balcón. Quiero que crean que me voy a dormir.
La cocina está en el sur, a cubierto de miradas indiscretas. He preparado un termo de colacao, que nunca tomo, pero me ha parecido que podría aburrirme durante la espera. A última hora, también cojo cinco galletas.
Mi plan es permanecer despierta vigilando el balcón desde las sombras. He sacado, del cajón de la habitación burbuja, el mapa que dibujé el otro día de la casa y he estado calculando desde qué ventana puedo ver con más precisión el sospechoso objetivo. Desde el ala oeste tendré mejor perspectiva. Eso supone adentrarme en el pasillo largo, la zona de sombras que nunca piso. La estancia más adecuada es la que tiene una mesa y un sillón junto a la ventana. Ahí podré esperar a oscuras sin ser detectada. Pero tendré que abrir una puerta, la de la habitación de Pili…

miércoles, 25 de marzo de 2020

DÍA 10: Una extraña luz en las sombras de la noche



Anoche sucedió algo. Eran más de las dos de la mañana. Me había quedado en el sillón del salón intrigada por alcanzar el desenlace de un libro. Me levanté, apagué la lámpara de pie y a tientas, entre las sombras, con los párpados vencidos, caminé hacia el ventanal para cerrar completamente las cortinas. Me gusta simular ceguera y recorrer la casa de memoria adivinando los contornos y las esquinas. Abrí los ojos cuando rocé el cristal con la punta de mis dedos extendidos. Miré distraída hacia la calle. Algo brilló durante unos segundos ahí fuera, prendido en el vacío negro. Esperé un rato, congelado el gesto, mi mano agarrada a la cortina. Sombra y silencio. Hay dos farolas ciegas y el resplandor de las otras solo ilumina la acera. El fugaz brillo me había hecho dar un brinco, probablemente sin razón. Habré percibido el último fulgor de una luz que se apaga. Todo el mundo duerme –traté de razonar- y si hay insomnes estarán contando ovejas en la oscuridad de su habitación.
El confinamiento no tiene nada de aventura, solo de rutina. Antes de acostarme entré al baño a ponerme crema en la cara. Es un hábito nuevo que me cuesta mucho seguir. Me empeñé a fondo aplicándola con detalle, a pequeños impulsos, tecleando mis dedos sobre la piel. Examiné el resultado en el espejo. Diez días de terapia hidratante y la arruga del entrecejo, la brecha más rotunda de mi rostro, sigue ahí. Con ambas manos estiro la piel a la altura de las cejas tratando de aliviar el surco. Al fin, derrotada por su persistencia, aprieto los ojos y me resigno al consuelo de que no han prendido aún patas de gallo. 
Apagué el interruptor y me acerqué a la ventana a correr la cortina. Entonces sucedió. Esta vez pude verlo con claridad. Un relámpago de luz. Fugaz. Esperé quieta, escondida en las sombras. Uno, dos, tres ramalazos luminosos, como impulsos de linterna. 
Sin prender la luz traté de calcular de dónde procedía. Me desconcertaba la distancia y la altura de las señales. Repasé mentalmente las siluetas de la calle y concluí que debía provenir del edificio gris del fondo, el de la esquina en chaflán. Es raro –pensé-  porque jamás he visto a nadie ahí.
Admito que el asunto me sumió en un inquietante desconcierto, ¿quién hacía señales con una linterna desde aquella ventana a las dos de la mañana? ¿Eran realmente señales o es que este encierro desborda mi razón? 

Me había espabilado completamente. Con vehemente decisión y presa de una gran excitación abrí la ventana del baño para intentar ver mejor el distante balcón. No pensé que fuese a provocar tanto ruido en el sepulcro negro de la noche. Lamenté no haberla engrasado porque al tirar de ella gimió con aspereza y retumbó en el eco de la noche. Todo sucedió muy rápido. De súbito, un haz de luz más fuerte que los anteriores se precipitó sobre mi cuerpo. Me deslumbró con más sorpresa que intensidad y el miedo me empujó atropelladamente a la oscuridad interior del pasillo, tras lanzar un grito de terror. Podía oír mis propios latidos. Permanecí largo rato sentada en la alfombra del recibidor, la estancia más segura de la casa, el único espacio sin ventanas. Paralizada por un escalofrío de hielo. 

Al fin encontré el aliento suficiente para levantarme sin hacer ruido. Miré a través de la puerta del baño. La ventana seguía abierta. Fuera, solo había oscuridad. Me atemorizaba dormir sin cerrarla, y me atemorizaba también acercarme a hacerlo. Temía que aquel foco volviese a caer sobre mi. 
Tras varios minutos de vacilaciones me adentré agachada con pasos cautelosos en la estancia y, desde la altura del lavabo, en un movimiento rápido empujé la ventana, aseguré el pestillo, corrí la cortina, atravesé el recibidor, alcancé el pasillo pequeño y cerré tras de mí la puerta del dormitorio. 
Me desvestí a oscuras, sin hacer ruido, y al meterme en la cama me tapé la cabeza con las sábanas. Allí, a salvo, en la madriguera, rememoré toda la escena. Sé dónde procede la luz. Del balcón del quinto piso con barandillas blancas torneadas, coronado por un dintel. Del edificio de la fachada gris. Lo más raro es que en cuatro décadas nunca he visto a nadie asomarse a él.

Me despertó un ruido ya vencida la mañana. Eran las diez. No recuerdo cómo conseguí quedarme dormida anoche en medio de aquella tremenda excitación. Veo por la ventana del patio que un vecino trata de arreglar a martillazos un desvencijado tendal.
Preparo café y pan tostado. Miro las islas Bermudas en el mapa de la pared. Pura leyenda. Hoy se han disipado las tinieblas. ¿Cómo pude dejarme llevar por el pánico? Alguien con una linterna trató de gastarme una broma. Un niño. ¿A esas horas? Un adolescente fantasioso y aburrido. Sí, es más probable.
Espero que hoy sea un día tranquilo, necesito sosiego después del susto de ayer. Pero inmediatamente suena una sirena en la calle. Retiro la cortina y me asomo al ventanal norte con la vista prendida del balcón del chaflán. La Policía está hablando con una chica rumana que vive con tres chiquillos en la destartalada casa naranja pequeña. Los niños se pasan el día saltando en el balcón y a menudo corretean por la calle desierta. Ella tiene una bicicleta con una caja de plástico que pone Amstel amarrada atrás que todos los días trae atiborrada de objetos extraños y deformes que consigue en las basuras. Me queda un poco lejos y no alcanzo a entender qué dicen. Aparece en el portal otra mujer, más mayor, que por su atuendo –pañuelo negro  a la cabeza y delantal- parece salir de la Rumanía de Ceaucescu. 
Me interrumpe el teléfono. Para una vez que pasa algo. Viene mi hermana Begoña a traerme provisiones. Tengo que bajar a recogerlas al portal y eso me pone en guardia. Me pongo los guantes y cojo un trapo empapado de lejía. Me crispa tener que salir de la burbuja, menos mal que no me tropezaré a nadie. 
Me equivoqué. Si la noche fue turbulenta el día también. En un instante se quebró el silencio de once días de encierro con un barullo insólito. Sale del ascensor una vecina, entra en el portal el señor de la limpieza y baja por las escaleras el del sexto. La policía sigue hablando con las señores que asienten con la cabeza y dicen: “ya, ya, ya”. Se abre el portal de enfrente y aparece la chica del perro gris. Por la cuesta sube un señor en bicicleta y baja otro como un relámpago en patinete eléctrico hablando a gritos por el móvil. 
He entrado en pánico. Demasiados riesgos, no se si he conseguido mantener la distancia de seguridad. Subo al ascensor y, al fin, estoy otra vez en casa. Dejo los zapatos castigados en la escalera. Me quito con cuidado los guantes, el gorro y la bufanda. Me lavo las manos. Me cambio de ropa. Cuando acabo mi histérica liturgia de desinfección miro a mi alrededor con encendido estupor. Entro en la cocina, paso por el recibidor… ¡me he dejado la compra en el portal! 
Desde anoche se suceden inquietantes perturbaciones. He tomado la decisión de averiguar que pasa en el balcón de barandillas blancas. Esta noche.


martes, 24 de marzo de 2020

DÍA 9: Inventar un horizonte



Los martes me pinto los labios. Es el domingo de mi confinamiento. Tengo clase con mis alumnos, futuros periodistas, por videoconferencia. Aliciente que percibo como extraordinaria novedad. 
El martes es un día efervescente, porque me asomo al exterior. Hablar una hora se me hace raro, porque la mayoría de mis conversaciones transcurren en el silencio de la escritura. Anoche me di cuenta de que estaba cantando mientras me hacía una tortilla francesa de cebolla, que mi madre y yo solíamos compartir para cenar con deliciosa frecuencia. Hace unas semanas ni siquiera podría haber soportado su sabor. Hoy, en medio de esta adversidad, desde que empecé a temer al virus, siento que comienzo a vencer naufragios más feroces.

Hoy, además, no hay nubes y algunos balcones se han llenado de alegría con gente tomando el sol. En la ventana de mi cocina aún no germinan las lentejas que planté hace dos días y estoy impaciente por verlas crecer. He desayunado más rápido que de costumbre frente al mapamundi, explorando los contornos de la Antártida. Después he elegido ropa y ahora tengo que arreglarme el pelo y maquillarme para asomarme a la cámara del ordenador. Al bullicio virtual de una clase con veinte estudiantes que anhelan salir de este encierro. 
Yo, en cambio, cada día me encuentro más cómoda en este exilio interior. Aunque la soledad, este tiempo detenido, va abriendo algunas puertas dentro de mí, dentro de mi propia casa. Un espacio propio que, insospechadamente, ha resultado contener proporciones mayúsculas. Supongo que las tormentas interiores que hemos sorteado cada uno de nosotros van germinando una resistencia que aflora en estos cauces de desesperanza.

Hace mucho tiempo que no pasaba tantos días sin carmín. “¿Un café?”, dice cada mañana mi compañero Isma. “Espera, que me pongo labios”, respondo yo. Y antes de bajar a la cafetería de Azu –que también hace terapia desde detrás de la barra a espíritus frágiles como el mío- me retoco en el espejo de la cajita del colorete que guardo en el cajón. Otras personas ponen la estilográfica sobre la mesa del despacho, yo pongo la barra de labios, en pie. Y antes de tomar cualquier decisión, ante cualquier contratiempo, yo me pinto los labios. También para hablar por teléfono. Si ahora mismo tuviese alguna llamada profesional al móvil sacaría la barra de labios y me sacudiría rauda las zapatillas.  

Después de morir mi padre me parecía obsceno pintarme los labios. Guardé ese extraño luto durante varios meses. Algo tan insignificante fue para mí toda una artillería de combate ante la primera adversidad real e infinita de mi vida, que hizo minúsculas las anteriores tragedias y decepciones vitales. Meses después un día me pinté los labios sin darme cuenta, resucitando un hábito que he mantenido hasta ahora y que solo parece haber quebrado este retiro.

Me gustaba dejar el rastro de carmín en las boquillas de los cigarrillos. Me encantaba fumar. Fue un deseo desde pequeña y practiqué mil veces la manera de prender el cigarrillo, de rozar con golpe suave el cenicero, de mirar despreocupadamente al vacío donde se desvanecían los hilos de humo azul. 
Lo dejé hace diecisiete años, como antídoto frente al asma. Fue una cuenta atrás, como la de estos días. Yo empecé a soportar la desintoxicación del cigarrillo porque inventé un horizonte. Decidí que a los sesenta volvería a fumar. Fue un aliciente determinante. Ahora, cada mañana rodeo con rotulador verde en el calendario los días que van pasando. La esperanza es lo único que alimenta cualquier resistencia. Aunque, esta vez, yo no resisto. Disfruto.

lunes, 23 de marzo de 2020

DÍA 8: Vuela un pájaro



Hoy me he lavado el pelo y he salido a la ventana con la toalla enredada en turbante sobre la cabeza. He mirado al infinito y he entrecerrado los ojos. Deslumbra el azul de primavera. Ha volado un pájaro cerca de mí, casi podría haberlo tocado, que se hace minúsculo mientras se esfuma al fondo de la calle. Hay algo plácido en esta escena. Me quito la toalla y agito el pelo mojado. Un viento fresco lo alborota despacio y enreda algunos mechones que me hacen cosquillas en la cara. Cierro los ojos y me dejo mecer por este embelesado arrullo.

Cuando despierto del trance no sé cuánto tiempo ha pasado. Iba a girarme para mirar el reloj cuando he visto regresar al pajarillo. Los del primero derecha todos los días sacan a la ventana un plato blanco con una cola de merluza, unos ojitos o filetes para descongelar. Hoy el pajarillo se ha posado ahí y ha empezado a dar pequeños saltos rodeando el perímetro de lo que parece una pechuga de pollo. Miraba el plato torciendo el cuello en simpáticos movimientos, hasta que decidió administrar un picotazo rápido al género. Le ha debido repugnar el pollo crudo porque instantáneamente se elevó en el aire y se perdió en la distancia moviendo agitadamente sus diminutas alas.

Veo la escena desde la ventana de la antigua habitación de la abuela Estrella, hoy convertida en un pequeño despacho que estos días me sirve de oficina. Sé que ningún gorrión se acercará a estos cristales porque a ella no le gustaban los pájaros. Los espiaba a través de las cortinas y cuando se acercaban hacía gestos para espantarlos. “Suh, suh, vete, fuera…”, amenazaba su acostumbrada letanía. Temía que ensuciasen su ventana.
Consecuentemente mientras la abuela vivió con nosotras, las hermanas Agüero no pudimos tener más mascota que un pez. Porque, eso sí -a su entender- el agua era un elemento purificador. El otro, era el infierno. Es decir, se aplicaban dos protocolos: jabón chimbo o plancha caliente. Dependiendo de la naturaleza material del objeto a desinfectar.

Años más tarde, ya de adultas, descubrimos que la abuela Estrella tenía un TOC. Si ella siguiese en guardia –bromeamos estos días- jamás hubiese entrado una gota de coronavirus en nuestra casa. Sus rutinas desinfectantes eran rigurosas y exhaustivas. Combatía gérmenes con mayúsculo tesón. Superaba la obsesión por la limpieza, ella luchaba contra lo invisible. “Son pequeños bichos que están por todas partes. Existen, aunque no los veis”, repetía. Cuando yo iba a párvulos creía que mi abuela tenía un poder especial para ver seres diminutos.  

Así que la primera vez que entré a trabajar en la redacción de un periódico, no se me hizo ajeno aquel olor a tinta caliente que, entonces, todavía las perfumaba. Porque, cada mañana, para matar gérmenes, la abuela Estrella planchaba hoja por hoja el periódico, que solo podíamos leer una vez desinfectado. Es otro vívido recuerdo de mi infancia. El periódico allí, abierto sobre la alfombra, rendido a la tortura del rito purificador que también se aplicaba a los billetes. De hecho, el dinero impuro se almacenaba debajo de las alfombras hasta que se procedía a la ceremonia de saneamiento, solo entonces podía trasladarse a la pequeña caja fuerte de latón verde donde quedaban confinados.

En el salón estaba, además, el sillón de la abuela Estrella en el que estaba prohibido sentarse. Un trono que no podía contaminar nadie. Esto ocasionaba algunas escenas incómodas. Cuando venían de visita tía Josefa y tío Daniel se sentaban compartiendo sofá. Enfrente, una butaca la ocupaba mi padre, pero mi madre –guardado la ausencia de la abuela- se arrimaba una silla del comedor. Las visitas miraban de reojo aquel sillón vacío y se lanzaban entre ellos cómplices miradas de estupor. Nosotras, las tres hermanas Agüero, estábamos perfectamente educadas para aparentar normalidad.

La abuela Estrella tuvo siempre tanto miedo a infectarse que un día de 1997, tras ser salpicada por un excremento de paloma, tomó la decisión de no volver a salir a la calle nunca más. Lo recuerdo porque su última excursión al exterior fue para conocer a mi recién nacida prima Julia. 

Una puerta se cierra de golpe. Me asusto y me retiro sobresaltada de la ventana. El viento ya me ha secado el pelo que ahora intento desenredar con los dedos. Miro la mesa de madera, el ordenador y la planta de primavera artificial que no se marchita. 
En la habitación de la abuela Estrella solo sobrevive una lámpara de bronce de cinco brazos con flores esmaltadas de colores prendida del techo. Pero a mí todavía me parece aspirar el olor a billetes calientes de mil pesetas.

domingo, 22 de marzo de 2020

DÍA 7: El himno de la batalla


El repiqueteo de las campanas anuncia que es domingo. Tocan alegres en medio de este funeral colectivo. Varias personas siguen la flauta de Hamelin hasta las escaleras de la Catedral. Tres, cinco… ocho. Veo sus pasos apresurados, casi furtivos, subiendo las escaleras. Van de uno en uno pero presumo que juntos, en la iglesia, formarán un brioso coro que entonará las plegarias con más fuerza de lo habitual.

Cantar se ha convertido en el exorcismo contra el miedo. Toda batalla necesita un himno. Una oración, un aliento, que vibre en miles de gargantas como amuleto y escudo frente a la desesperanza y la zozobra. En medio de este desencanto solo la música en los balcones alivia nuestro confinamiento. En el silencio de las alamedas y los patios, en este desasosegante vacío, tiembla el eco de arias de ópera.

Estos días, mi hermana Cristina canta Puccini desde su terraza. El jueves, alguien de su urbanización le pidió una canción y ahora cada día interpreta dos piezas, que penetran en lo más profundo de sus vecinos como turbador relámpago. La voz llega lejos, sin amplificador ni micrófono, se propaga con desgarrador escalofrío por las sombras de la noche hasta el público de las últimas butacas del anfiteatro, que encienden sus linternas desde los palcos para hacerse presentes. Después, cuando acaba, ruge un aplauso enfervorizado.

Antes, aturdidos por el barullo, tal vez no podíamos o no teníamos tiempo de disfrutar de la belleza de un aria. Hoy, en este precipicio, penetra en nosotros con perturbadora sensibilidad.
Yo encuentro una extraña fortaleza en el aislamiento. Afortunadamente, porque, aquí, el karaoke de las ocho de la tarde no pincha más que el himno de España, a Marujita Díaz con su incombustible banderita roja, banderita gualda y, ayer -a los postres- resucitó el ‘Que viva España’ de Manolo Escobar.

Al margen de las singularidades de cada rincón de Santander, leo que España parece haber recurrido al Dúo Dinámico como himno de resistencia. Cada vez leo más periódicos digitales y he renunciado a comprarlos en papel los domingos, para evitar salir al exterior. Aunque hoy, en la calle, hay más gente que estos últimos días, lo cual es un verdadero aliciente para mi pequeño mundo, que ahora no se extiende más allá de lo abarca la mirada desde mi ventana.

Hace un rato un tipo vestido con camiseta negra se ha hecho un ‘selfie’ mientras depositaba la basura. Lo he visto desde el ventanal del frente norte. De hecho, ya tengo yo meditado que si tuviese alguna capacidad para el baloncesto y alguien dejase abierto el contenedor podría tratar de encestar mi basura lanzándola desde el tercero, y ahorrarme el pánico que me provoca salir de casa.

La chica que pasea al perro pequeño gris, del portal de enfrente, hace lo mismo cuando sale, no despega la vista del teléfono. Pienso que si yo pudiese salir miraría a las nubes, a las azoteas, al infinito azul del mar, que sigue ahí. En medio de esta soledad y de este vacío nada se detiene, todo sigue su camino aunque nosotros no estamos. La hierba sigue creciendo, las olas muriendo en la orilla, la lluvia alimentando la tierra y siguen su ciclo vital las mariposas y los peces.

Todo se sucede sin nosotros que no debemos ser imprescindibles para la naturaleza, incluso nos hemos convertido en un estorbo. Hace tiempo que el planeta también está en estado de alarma, pero nosotros no escuchamos, no queremos romper la cadena de producir y consumir. Creemos que eso mueve el mundo.

He pensado esto después de cerrar la ventana y leer el correo en el ordenador. Recibo con perplejidad un mail de una franquicia textil que me incita a comprar sudaderas con capucha y batas.  ‘Una selección de prendas cómodas para sacar el mayor partido al hogar”, me escriben. “El momento invita –dicen- a vestir cómodas prendas de algodón”. Prendas que tendrá que traer una persona hasta mi casa, corriendo el riesgo de contaminarse, para que yo me sienta más atractiva en el sofá.
No sé a qué me invita este momento. Pero, desde luego, hace patente, con rotunda certeza, que me sobra ropa en el armario para pasar la cuarentena.

Vuelve el tipo de la camiseta negra que se retrató junto al contenedor. Lo veo venir desde los cristales del lado oeste. Lleva una barra de pan debajo del brazo, cruza la calle, se detiene en mitad del paso de cebra. Allí, quieto, rebusca en el bolsillo del pantalón de chándal mientras mantiene en equilibrio el pan, debajo del sobaco. Al fin, saca algo brillante y pequeño que eleva en el aire. Se está haciendo otra foto. Quizá milita en alguna secta de ‘influencers’ y acaba de estrenar una camiseta de algodón.

sábado, 21 de marzo de 2020

DÍA 6: El mapa

Llevo una semana en casa. Hoy, al abrir la ventana, se ha colado una mosca grande que recorre despistada todas las habitaciones. Me distraigo tratando de adivinar su ruta y calculando, por la intensidad de sus zumbidos, los segundos que faltan para que llegue a mí planeando desde el fondo del pasillo. Intuyo en que habitaciones penetra y cuáles esquiva.

Relajada en este vaivén primero he pensado en el poema de Machado y, después -rebajando sustancialmente el nivel de trascendencia- se me ha ocurrido hacer un mapa de la casa. Durante seis días he estado mirando al cielo desde mi ventana, así que hoy decido explorar las posibilidades de mi pequeño ecosistema interior.

Me apresuro en la ducha y, en ausencia de chándal –desterrado de mi armario desde el instituto- me pongo un pantalón de lana que nunca me atreví a estrenar. Parece caliente y cómodo. Tampoco tengo sudadera, así que combino el jersey negro de cuello cisne con una chaqueta a cuadros. Intentando asemejar, sin ningún éxito, cierto aspecto de exploradora que no podría emular ni siquiera añadiendo cantimplora y catalejo. Decido, eso sí, tomar alimentos en conserva para acompañar el operativo y dejo una lata de sardinillas en aceite de oliva sobre la mesa de la cocina para cuando me entre apetito. Los aventureros se guían por la luz del sol y comen cuando tienen hambre. Así que hoy será un día sin hora.

En principio he optado por una cartografía rigurosa, matemática. Rescato un metro del cajón de las herramientas de papá, que seguimos llamando así dieciséis años después. Busco una cartulina blanca en el armario de los juguetes de mis sobrinos. Parecen haberlo pintarrajeado todo, así que en ausencia de materia virgen me decido por el revés de un dibujo apocalíptico de Rodrigo que ha retratado en desconcertante convivencia a Godzilla, Darth Vader y dos orcos compartiendo escena.

El salón mide veintiún metros cuadrados. Para alcanzar esta evidencia métrica me he tenido que arrodillar e ir midiéndolo por partes. Me ha resultado poco excitante y bastante incómodo. Me he acordado de mi hermana Bego, que se pidió a los Reyes un cinturón de herramientas y se ocupaba con verdadera maña de todos los asuntos de cálculos e infraestructuras de la casa. Sigue así. De las tres hermanas, es la única que se atreve a salir al exterior a por provisiones en su Mini color yema de huevo. TelePollo nos reparte el pedido a domicilio.

Después de algunas mediciones más me ha vencido el desencanto. Estoy haciendo un plano y yo quiero un mapa. Así que me he puesto manos a la obra, con palpitante determinación, y he empezado a alterar la cartografía dejando volar la imaginación. Para empezar, he bautizado tres zonas siguiendo los puntos cardinales. El frente norte. El ala oeste. Y el sur, ese lugar que nunca se alcanza, donde siempre sopla la enigmática lírica de la película de Erice.

Nunca he sabido qué sucede primero, si la historia o el mapa. 
La casa se articula alrededor de un recibidor que a modo de glorieta -el término rotonda es tan detestable como el apio- distribuye las estancias a través de dos brazos: el pasillo grande y el pasillo pequeño. En mi casa tampoco nos rompimos mucho la cabeza con este bautismo.

Yo habito en el pasillo pequeño. Al sur. En una habitación blanca, pequeña y alegre. “¿Estamos todas en las madrigueras?”, acostumbraba a preguntar Bego a voces desde su cama antes de dormirnos. Y yo sonreía desde mi burbuja, allí, a salvo, entre las sábanas. Tengo al lado la cocina, que se abre a un patio luminoso donde entra el sol de dos a cinco. Hago incursiones frecuentes al frente norte, hacia donde se abren los amplios ventanales del salón y el baño.

Percibo que, sin pretenderlo, estoy dibujando la geografía sentimental de esta casa. Un mapa es siempre el comienzo de una gran aventura. Es más que un mundo de papel, es una apasionante cartografía de sueños e imaginación. Hay un Monte Palo Mayor, el fondeadero del capitán Kidd y la caleta del Ron. Coordenadas míticas de ‘La isla del Tesoro’.

Pero en todo mapa hay ciénagas y territorios oscuros a los que no queremos asomarnos. Nos los descubre Conrad, cuando la lectura de sus tinieblas nos hace adultos. Un mapa también puede ser un viaje a los abismos más profundos del ser humano.

El pasillo grande es un diminuto Manderley. Es una zona oscura en la que nunca me adentro, ni siquiera en esta de semana de confinamiento. Al fondo hay una puerta cerrada. Se cerró cuando ella se fue y temo que al abrirla estalle una tormenta.
Hoy he intentado internarme en esa selva. He dado unos pasos temblorosos hacía allí por el pasillo del oeste. Sin llegar a la mitad del camino de sombras me he dado la vuelta y he corrido hasta mi burbuja. Allí, en el sur, con la puerta cerrada, he escondido el mapa en un cajón. Para que algún día alguien con más coraje que yo lo encuentre y se arriesgue a emprender este viaje.

La casa también se ha convertido en un laberinto para la mosca que, al caer de la tarde, aún vaga como espíritu atormentado golpeándose contra las paredes sin encontrar la libertad.